Lorenzo pateó la cobija. Hacía calor. Por más que trataba de quedarse quieto u relajar su cuerpo para que entrara en el estado inconsciente. Apagó el aire acondicionado, le molestaba el traqueteo y el aire, pero no el viento que entraba por la ventana. Viento que era inexistente esa noche.
—Maldita sea, ni un poco de aire, ¿en serio?
Volteó la almohada, pero ambos lados estaban calientes. Se quitó la playera de tirantes, el pantalón de franela también, quedando en boxers. Si se quitaba la piel, el calor seguiría atormentandolo.
Llegó al punto donde ya ni siquiera se sentía cansado y el sueño se había desvanecido junto a los pensamientos que iban y venían. Se levantó. Se sentó en la cama revisando los últimos mensajes de sus amigos. Se asomó por la ventana. Las calles vacías y solo el ruido del silencio lo acompañaba. Sacó un cigarro de la cajetilla, sin embargo, Gabo llegó a su mente como cuando se conocieron. Justo como Gabo, Lorenzo partió el cigarro a la mitad y lo tiró al bote de la basura con los cajetilla. Ni siquiera le gustaba el sabor o el olor.
Gabo.
Le parecía gracioso que tenía unas enormes ganas de ir. De ver a Donita, a Rollo de canela, a Rosita. De seguro, con el tiempo se aprendería los nombres, aunque Gabo le haya dicho que no era necesario. Pero quería hacerlo. Limpiar orines y popó no era lo que consideraba una tarde divertida. Tampoco se imaginó que los dos días que había ido, la pasaría bien. Por lo perros o Gabo. Tal vez, era más por la compañía de Gabo.
—Cabrón, salte de mi cabeza.
Ya no tenía que ir. No tenía un motivo para ocultar que quería estar ahí.
---
Iba a ir. Quería ir.
Por la ventana del camión, vio a Gabo siendo atacado por un malhechor. Mala suerte para el maldito delincuente. Lorenzo bajó del camión aún en movimiento.
—¡Ey, hijo de puta! ¿Se te perdió algo?
Lorenzo no le dio oportunidad de defenderse, pateó el estómago del sujeto y lo echó atrás, cayendo al duro concreto. Gabo lo observó sorprendido.
—¿Quieres una invitación por correo para huir de aquí?
Gabo parpadeó rápido. El bastardo seguía en el piso, chillando. No era una buena idea combinar alcohol y drogas.
—¡Vamos, vamos, corre!
Lorenzo cogió la mano de Gabo y lo arrastró fuera de la escena. Entonces, huyeron. La unidad estaba tres cuadras arriba.
—¡Estás demente! ¡Traía una navaja, pudo dañarte!— Gabo gritó, jadeaba.
—No inventes, Gabo. Pudo haberte ocurrido algo a ti. ¿No puedes decir gracias y ya? Es lo que la gente suele decir, por si no lo sabías.
—Gracias.
—No me convences.
Entraron a la oficina, y luego, se detuvieron. Gabo se agarró el pecho, respirando escandalosamente. Lorenzo apareció como un milagro, o ya no tendría dinero ni teléfono.
—Gracias. De verdad.
Lorenzo le enseñó los dientes en un gesto tranquilo.
—Estaba bromeando. No tienes por qué agradecerme.
—Yo creo que si. Te arriesgaste por mí.
Siguió un silencio incómodo. A pesar de la incomodidad, se miraban a los ojos.