UNO

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Hace mucho tiempo que quería hacer esto y por fin podía cumplir ese sueño

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Hace mucho tiempo que quería hacer esto y por fin podía cumplir ese sueño.

Respirar tranquilo, mirar el horizonte mientras el sol se ocultaba con esa lentitud suya que hipnotizaba, sujetar el pequeño cuerpo de Agasha contra el suyo (fuerte pero suave a la vez) y permanecer juntos hasta que la noche cubriese por completo el Santua...

—¡Ya te dije que no sé dónde carajos están! —oyó que Manigoldo le gritaba a Kardia.

La burbuja de paz de Albafica acababa de explotar, sin embargo él no se movió de su lugar. Prestarles atención a sus compañeros sería como invitarlos a quedarse y joder su pacífico momento. Él sólo quería estar al lado de su adorable chica, quien se rio con delicadeza encontrando algo gracioso en ese par de idiotas que bajaban desde el Santuario y empezaban a traspasar su casa.

Esos dos estaban gritándose el uno al otro de una forma que nadie se imaginaba que lo hacían siendo que se llevaban muy bien.

—¡Vamos, Manigoldo! ¡Algo debes saber!

—¡Ah! ¡Ya déjame en paz, maldita sea! ¡Gioca me prometió una deliciosa cena para hoy y no pienso dejar que se enfríe porque tú no sabes cuidar las cosas de tu mujer cuando las tienes en las manos!

—¡Al diablo con eso! ¡Claro que tú sabes dónde están! ¡Te las mostré ayer antes de irnos a la taberna! ¡Lo recuerdo bien! ¡Las tenía en mi bolsillo y esta mañana ya no estaban! —exclamó Kardia más que enojado, temeroso—. ¡¿No entiendes que mi integridad física depende de que las encuentre?!

—¡Como si me importara lo que le pase a tu estúpida vida! ¡Y si tan buena memoria tienes! ¡¿Por qué no sabes dónde las dejaste?! —se exaltó Manigoldo.

Tratando de mantener la calma, como Asmita le enseñó, Albafica respiró profundo aunque entrecerró sus ojos tratando de centrarse más en la luz del atardecer que en sus estúpidos amigos. Porque sí, ese par de bestias eran amigos suyos. Eran como... un agradable pero repulsivo y molesto grano en la espalda que jamás se podría quitar.

Ya había aprendido a vivir con ellos y soportarles sus pataletas; por separado y juntos. Ahora que lo pensaba, alguien debería darle un premio por lograr tal hazaña.

—¡Manigoldo, por Athena! ¡Dime qué recuerdas!

—¡¿Acaso ya lo olvidaste?! —diablos, se detuvieron en medio de la Casa de Piscis—. ¡Tú apostaste las arracadas de Calvera en la taberna ayer! ¡Es tú problema si ella las está buscando ahora!

—¡¿Las aposté?! ¡¿Y las perdí?! —se exaltó; incluso se quedó pálido—. ¡Por todos los dioses! ¡¿Y por qué no me detuviste?!

—¡Lo intenté, pedazo de mierda! —pasaron por de lado de ellos, bajando de Piscis sin detenerse—. ¡Pero me dijiste: "cállate ya, cangrejito, yo sé lo que hago"! —remedó dando énfasis a lo estúpido que sonó esa frase, entonces continuaron gritándose mientras los ignoraban y se iban—. ¡Y perdiste! ¡Estabas tan ebrio que por poco me apostaste a mí también, bastardo infeliz...!

𝑷𝒓𝒐𝒃𝒍𝒆𝒎𝒂𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝑨𝒕𝒂𝒓𝒅𝒆𝒄𝒆𝒓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora