3. Posiblemente la peor declaración de todas.

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Los corredores estaban misericordiosamente vacíos mientras camino penosamente hacia la biblioteca. La encargada estaba revisando una pila de libros, los coloca en su carrito y asiento con la cabeza a modo de saludo mientras me dirijo a la esquina trasera debajo de la ventana más grande.

Ella asiente con la cabeza distraídamente, con los ojos en su trabajo. Parece necesitar ayuda, he visto por los corredores papeletas diciéndolo, ofreciendo un puesto a cambio de créditos extras. Yo los necesito, pero no tengo pensado ni de loco estar mañana y tarde encerrado en la biblioteca para ayudar a una anciana atemorizante.

Camino con desgano y me siento en una gran mesa vacía. Puedo ver el atardecer por la ventana, la luz dorada se agita parpadeante sobre el cristal y yo ajusto las sillas un poco para mirar hacia afuera.

Ahora debía encontrar algunos libros. Recuerdo vagamente haber visto el que busco sobre Ferdinand de Saussure en algún lado, por lo que puedo imaginarme el lomo del libro en mi cabeza y me pongo en camino para encontrarlo, dejando mis cosas guardadas en el pequeño charco de puesta de sol.

En la biblioteca de mi Preparatoria hay computadoras de escritorio para evitar la labor de buscar libro por libro en las secciones equivocadas, pero siempre me ha sido un problema utilizarlas y prefiero trabajar más que quedar como un idiota frente a las pocas personas dentro. Además de que se me hace fácil encontrarla en cuestión de cinco minutos.

Y cuando finalmente pasan esos cinco minutos, resulta que hay varios libros verdes con incrustaciones de oro en la sección de Lengua española, y cuando finalmente salgo de los estantes, libro en mano, no me sorprendo de encontrar a alguien más que haya reclamado el otro extremo de la mesa que elegí.

Pero por supuesto. Jodidamente por supuesto, tenía que ser María.

Ella aún no se ha dado cuenta de mí, demasiado embelesada en lo que sea que esté garabateando, y me tomo un momento– solo un momento doloroso y culpable– para mirarla de pies a cabeza. Para ver cómo la luz del sol le hace ver el cabello con reflejos naranja, la forma en que la punta de su lengua se asoma entre sus labios mientras se concentra, la forma en que sus gafas de lectura se deslizan hacia la punta de su nariz. Y trato de buscar en ella un solo atributo que me guste, pero nada sucede. Nada aparece en mi mente. Nada me atrae del modo en como deseo que me atraiga.

Pienso en quizás tomar mis cosas mientras está distraída y huir de ahí, porque de verdad no tengo ganas de fingir interés en estos momentos.

Y como si hubiera escuchado mis pensamientos, María mira hacia arriba y sus ojos se encuentran con los míos.

—Emilio—ella parece sorprendida—. Este es... ¿te robé tu lugar?

No es en absoluto la pregunta que espero y me encojo de hombros, caminando hacia mi silla.

—No es como si fuera dueño de este rincón de la biblioteca, así que...

Ella resopla, mirando hacia abajo, a su libreta, y me siento en automático porque mi plan de escapar de ha ido por un tubo y ahora debo improvisar. No estamos del todo opuestos entre sí, pero la mesa no es tan grande tampoco, y con todas sus libretas y libros, ocupamos todo el espacio.

No estoy seguro de cómo se supone que debo hacer mi trabajo ahora, pero tampoco puedo levantarme y marcharme, no cuando claramente tengo mis cosas para trabajar afuera, así que decido seguir adelante y concentrarme lo mejor que pueda.

En lo cual, resulto, no ser muy bueno. Cada rasguño de la pluma de María suena increíblemente fuerte y de pronto, escribir sobre mi propia libreta, es complicado, como si las letras fueran resbaladizas, difíciles de enfocar por más de dos segundos a la vez.

Finalmente tiro de mi libreta hacia mí mismo, decidido a obtener algo escrito para este ensayo, de una maldita vez, y pincho mi pluma sobre la hoja de papel.

Tal vez tenga una frase y media: Ferdinand de Saussure, aclamado el padre de la lingüística, consideraba que la lengua... Cuando la pluma de María se hace añicos sobre sus manos suaves y cuidadas. Miro hacia arriba y la encuentro a ella mirándome de reojo.

—¿Pasa algo?—pregunto sospechosamente, y la cabeza de María se levanta como si hubiera olvidado que podría verle.

—Tú...—y ella parece haber olvidado cómo hablar. Al menos, por unos segundos, porque después aclaró su garganta e inició de nuevo—: ¿De verdad te gusto?

—¿Qué?

Pero María está reclinada hacia adelante en su silla, dejando caer el bolígrafo destrozado sobre la mesa, y se ríe, luciendo pequeña e indefensa, casi confundida, y me hace sentir que me he perdido algo increíblemente importante.

—Porque de verdad que tú me gustas muchísimo—me dice, directa—, posiblemente es la peor declaración de todas, y mis amigas dicen que debo esperar a que tú te me declares, pero no puedo soportarlo más porque en serio, en serio, en serio me gustas. Así que necesito que me digas, ¿es real lo que dicen tus amigos?...que yo... que yo te gusto.

—Sí—respondo casi en automático, sin pensármelo siquiera.

—Emilio...

Y eso es todo, sólo mi nombre. Escuché mi nombre miles de veces, pero nunca así, no en los labios de alguna persona con interés en mí, pronunciado en un murmullo tan bajo como si hubiera sido de oro.

Trago saliva, con fuerza, y es probable que eche un vistazo a la cara de María sólo para comprender lo que está sucediendo.

Ella me mira y por un momento nos quedamos sentados allí, examinándonos mutuamente, ambos al borde de una conversación que debimos tener desde que comencé con esto.

»¿Quieres ser mi novio?—susurró. Y yo siento el corazón palpitar una vez en mi garganta y me pregunto si es demasiado tarde para huir.

—Sí—dije lentamente, porque sí era demasiado tarde para huir.

La sonrisa en el rostro de María se extiende, se inclina sobre la mesa y cuando se encuentra a medio camino, su mano se acerca para acariciar mi mejilla y cuando sus labios se encuentran con los míos, mi corazón se salta latidos porque finalmente está pasando, pero ningún sentimiento nutre mi cuerpo, nada que no sea nerviosismo.

Nos separamos después de varios momentos y me es imposible no sentir una especie de orgullo retorcido que sofoca mi pecho ante la mirada aturdida de María, con los ojos muy abiertos detrás de sus gafas torcidas.

Pero cuando ella me llena la cara de besos, siento mi rostro quemar escarlata. Ojalá pudiera quererla de los modo en como ella lo hacía. Lamentablemente no fue hasta después que descubrí que no había diferencia entre yo y todos los sujetos de años superiores que alguna vez le rompieron el corazón. Pero en ese momento, no importaba. No me importó. Porque el teléfono sonó sobre la mesa, y con el corazón hecho revoltijos, contesté.

—¡Hijo!—exclamó mi padre al otro lado de la línea—. Que bueno que contestas. ¡No te lo vas a creer!: te tengo una oferta buenísima de trabajo. Necesito que te vengas al foro de inmediato. Volveremos a grabar Mi marido tiene más familia. Te contaré los detalles acá.

NO CONTROL, emiliaco.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora