Capítulo 1: La Compra

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Mi vida valía unas cinco monedas de plata.

Había pasado varias semanas entre paredes de madera y balanceos, rodeado de un olor salado. Soles más tarde, cuando por fin me sacaron de aquella caja, no fue ninguna sorpresa que me habían transportado en barco. Por supuesto, no sabía dónde estaba exactamente, pero tampoco es que importara.

Me dolían las muñecas, apretadas con gran fuerza por dos grilletes pequeños de un extraño metal azul. Por si no fuera suficiente, mis pies estaban sujetos entre sí también por cadenas, que hacían de correa conectando al resto de la mercancía conmigo.

El suelo rocoso se clavaba en mis pies, pero estaban demasiado mugrientos para que la sangre dejara un rastro detrás nuestra. Además, los vendedores habían comprado un lertisanos. No era la primera vez que veía uno, pero el resto de la fila encadenada parecía bastante sorprendida cuando veían al animal peludo restregar su cuerpo por los restos de sangre, emocionado, limpiando el suelo.

Así que, sin prueba alguna de nuestra existencia, seguimos caminando hasta llegar a una especie de campamento perdido en medio de la nada. Las tiendas eran de un tipo de rojo oscuro, aunque nunca se me dio bien describir ese tipo de cosas. Veía banderas por todos lados, negras, con símbolos que no conocía.

Nos llevaron a una cueva, tiraron un par de conejos muertos dentro, y cerraron la entrada de una manera muy poco común. Un chico relativamente joven, como mucho cinco o seis edades por encima de mí, empezó a mover los brazos y las piernas, levantando un enorme trozo de suelo y colocándolo en la entrada.

La gente murmuraba sin fuerza, agotada. Oí que decían cosas como conducerocas, que nos iban a vender a asesinos, o que no les gustaba el conejo crudo. Fui tanteando el suelo hasta tropezar con uno de los animales y utilicé toda la fuerza que me quedaba para intentar deshuesarlo un poco antes de morderlo como si fuera un animal. Pero me daba igual. Tenía hambre, aunque sabía que nos alimentaban solo para estar más presentables antes de la hora de la compra.

La luz entró de golpe, causando gritos de dolor a todos nosotros, privados de luz quién sabe durante cuántos ciclos, y nos amenazaron con lanzas y pistolas hasta que salimos. Mientras los demás empezaban a ponerse en marcha, me giré a tiempo para ver cómo el chico de antes partía la enorme roca que tapaba la entrada y la volvía a colocar en la tierra, dejando un suelo sin irregularidades. Impresionante. Fuera lo que fuera ese tal conducerocas, lo cierto es que era impresionante.

Aquel día la niebla era espesa, de modo que no podía ver al resto de la mercancía. Ni siquiera podía ver mis propios pies hasta que mi pie tocaba el suelo. Avanzamos hasta llegar a unas escaleras de madera, y poco después nos hicieron detenernos. No tardaron en empezar a gritar nombres.

— ¡Una anciana del Antiguo Imperio! Obediente, silenciosa, guarda secretos. ¡Fiel! Rebajada de precio por el poco tiempo de uso restante.

Empecé a oír más gritos de gente pujando. Cuando se oyó una campana de metal siendo golpeada varias veces, escuché cómo bajaban a una persona que apenas podía arrastrar los pies, y la bajaban por las mismas escaleras de antes.

—El siguiente proviene de las Tierras Verdes, un seminorteño. Mirad su pelo rubio. Sus ojos vidriosos. Sus músculos son fuertes. ¡Vendido!

Entonces noté como las cadenas tiraban de mí hacia delante, y traspasaba la niebla para que todos me vieran. Había mujeres forradas en pieles y hombres con parches y amplios sombreros. Ricos y piratas, como era habitual, conformaban la principal clientela de la compra de esclavos.

—Quizá parezca débil, pero es muy resistente. Y joven. Empecemos la puja con una moneda de cobre.

Nadie dijo nada. Era comprensible.Yo estaba casi en los huesos, abrigado solo con una manta negra que con suerte me llegaba hasta las rodillas. El frío había impedido que mis heridas cerraran bien, y mi piel estaba toda manchada de sangre. Mis pies descalzos estaban llenos de bultos desagradables, y mi cara, demacrada con las ojeras a causa de las pesadillas, no hacía que las mujeres que apestaban a colonia se interesaran especialmente por mí.

Cadenas de LibertadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora