Capítulo 8: La Tercera Verdad

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No encontré nada el primer sol. Mi ritmo de lectura era demasiado lento, y las montañas de libros eran inacabables. El segundo sol pedí ayuda a Cyrus, y tampoco resultó en un avance mucho mayor, apenas unos cuatro o cinco libros en las horas que le logramos dedicar desde el atardecer hasta que los párpados no pesaron demasiado.

El profesor ni siquiera se dio cuenta de que estábamos ahí, o al menos no mostró interés. Se encerraba en su estudio, una puerta en el fondo de la cabaña cerrada con una gran cantidad de candados. Sentíamos curiosidad por aquello, pero las estatuas doradas requerían de toda nuestra atención.

Una semana, y seguíamos sin descubrir nada. Dos semanas, nada.

—Seguro que un rúnico sabría lo que son.

—¿Un rúnico? —le pregunté a Cyrus. Él me pasó una pequeña libreta con anotaciones que llevaba usando desde que empezamos, apuntando cosas de interés. Lamentablemente, ninguna nos había dado demasiadas pistas.

—Lo encontré en uno de los libros de historia. Ya sabes, sobre la conquista.

—Sobre Conquista, el nombre del reino.

—Si, sobre la conquista que dio lugar a Conquista.

—Conquista —repetí, y explotamos en carcajadas.

—Creo que leer hasta tan tarde empieza a afectarnos —apuntó Cyrus. Yo asentí y abrí su pequeña libreta de anotaciones.

—¿Así que había diferentes magos?

—Magos, hechiceros, brujos, invocadores, dadores de vida, parcas y predicadores. Ah, y duelistas arcanos. Cada uno se especializaba en un tipo diferente de magia.

—¿Por qué la diferencia?

—El verdadero motivo no era que su magia era diferente, sino que sus creencias lo eran. Luchaban entre ellos. A la larga, la conquista de Daven evitó muchas más muertes. Las guerras civiles del Nido de la Magia no eran ningún secreto

—¿Quieres decir que puso fin a un ciclo de muerte?

Cyrus subió los hombros, haciendo una mueca de desconcierto.

—Por lo que parece, por lo menos lo intentó.

Pero el rey Daven no abolió la esclavitud. El rey Daven trafica con la vida de la gente como si no fueran más que mercancia. Algo dentro de mi me decía que era injusto pensar así.

Un recuerdo de sangre y crueldad explotó en mi cabeza, y tuve que sentarme en el suelo para no desplomarme sobre un montón más de libros.

—¿Estás bien? —preguntó Cyrus, acercándome a mi rápidamente al ver que empalidecía.

—Háblame de los tipos de magos. Necesito descansar un rato los ojos.

Cyrus habló de los hechiceros, especializados en largos rituales de devoción a los dioses. De los brujos, que jugaban con las voluntades de las criaturas como si fueran sus marionetistas. Los invocadores, que traían a su lado majestuosas y letales criaturas; los dadores de vida, unos pacifistas centrados en sanar a los heridos y que siempre intentaron mantenerse neutrales en los conflictos, y las parcas, magos que portaban el estandarte de la mismísima muerte haya donde iban. Los predicadores eran expertos estudiosos de las palabras, excelentes oradores y directores de la masa, del pueblo. Y por último, los duelistas arcanos, guerreros entrenados en el arte de la forja arcana y el uso de las armas mágicas.

—¿Quién puede usar magia?

—Si me preguntas si es un don con el que se nace o se puede estudiar, lo cierto es que la respuesta no está en estos libros. Todo esto lo sabemos porque aseguran el miedo en el poder del rey. Puedes saber sobre todo lo que él y su ejército derrotó. Pero, ¿conocimiento mágico? Desaparecido en las llamas.

Aquella noche cuando subí a ver a Carol, fue ella la que intentó hablarme. Quiso disculparse por como se había comportado la noche anterior. No dije nada. Me quedé sentado en el tejado, mirando las estrellas hasta quedarme dormido.

Sabía que era un sueño porque todo mi cuerpo estaba encadenado. Mis brazos extendidos a la fuerza hacia los lados, obligándome a permanecer de pie, y cuando intentaba mover las piernas empezaban a ser atravesadas por cadenas que se clavaban en el suelo.

Allí estaba él, Borg. Dos metros de músculo y cicatrices. Su melena rubia le caía hasta los hombros, con media cabeza rapada. Uno de sus ojos carecía de pupila, siendo completamente blanco, falso, de cristal. El otro, con un parche.

Nos decía que había matado una bruja, y fabricado aquel ojo de cristal con su corazón blanco, de modo que era mágico y podía vernos. Pocos le creíamos, pero siempre nos pillaba intentando escapar, y corregía nuestra postura con su vara con mucha precisión.

Me hizo mirar. Como él no podía, me obligó a mirar. Yo era su favorito, o eso creía yo. Me castigaba más que a nadie, pero tampoco me ponía en peligro mortal como al resto. Así que me hizo mirar.

—Pagarron grran summa dinerro — me dijo con su pesado acento norteño que marcaba tanto las erre. —Tú mirrar. Grran lección.

Borg estaba a mi lado de pie, con las manos a su espalda, serio como siempre. No sonreía. Nunca nadie sonreía cuando Borg estaba delante.

Observamos la arena de combate. Veinticinco esclavos sueltos. Todos tenían miedo. Y no había dos iguales. Habían del este, con piel oscura, del sur, con ojos afilados, piel clara y cabello negruzco, y enanos, y semielfos. Había civlizados, todos con ropa y desarmados.

—¿Quienn gannarr? —me preguntó Borg.

— El grande —. Mi voz sonaba mucho más aguada que fuera del sueño. Era la voz de un crío demasiado inocente, demasiado limpio.

Entonces una última puerta se abrió, y salío de ella una figura humanoide. Era pequeña, quizá del tamaño de un mediano o un humano pequeño. Había salido por la puerta de las bestias, de modo que unos siete u ocho valientes se lanzaron a por la pequeña figura todos a la vez. Creía que la ventaja numérica les daría una oportunidad.

—Soldado valiente vivirr poco. Buen soldado obserrvar paciente.

La figura empuñó una espada negra. No era común, sino más bien un estoque. El filo era delgado, fácil de partir, pero destinado a penetrar con facilidad.

Entonces las llamas explotaron. Llamas negras que carbonizaron a los valientes e insensato esclavos. EL resto se acobardó, pero la figura movió de nuevo su espada y las cenizas de sus primeras víctimas se alzaron como una ola en medio del oceano. Allá por donde las cenizas pasaban, el fuego negro se propagaba, infernal, mortal, cruel, injusto.

Empecé a gritar, a sollozar, a suplicar. Las cadenas se me clavaban en la piel, me apretaban contra los huesos, y yo me retorcía y gemía de dolor, del dolor que me producía ver aquella gente indefensa arder.

Pero al final, lo único que pude ver fueron aquellas llamas negras, reflejadas en el ojo de cristal de Borg, mientras él observaba impasible la masacre.

La tercera verdad era que si tienes el poder para impedir una crueldad y te quedas de brazos cruzados, eres igual de culpable.

Por eso, el rey Daven era el culpable de que la esclavitud siguiera existiendo en Conquista. Su silencio daba permiso a la crueldad para desatarse sobre la gente indefensa que no se había ganado su libertad solo por nacer.

Me despertó el relinchar de Tempestad, mirándome desde el establo, agitada. Había amanecido tapado con una manta y con lágrimas aún deslizándose por mis mejillas.

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