Capítulo 4: La Chica

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Aquella noche llame a la puerta por primera vez. Entré al granero azul, subí las escalera y me planté frente a una puerta de madera negra. Al igual que en la escuela, aquella madera me inquieto. Era fuerte, dura, y no terminaba de parecerme real.

Ignoré aquella extraña sensación y golpeé la puerta. No hubo respuesta, así que carraspeé para hacerme notar. Nada. Golpeé, esta vez con más fuerza. Silencio. La pelea con los nobles del pueblo me había calentado la sangre, y no estaba para tonterías. Pensé en coger carrerilla y tumbar la puerta, pero antes llevé mi mano hacia el pomo. Tiré, y la puerta se movió sin problemas. Nunca había estado cerrada.

No había libros.

Era algo evidente a la vista, pero aún así llamó mi atención. Después de ver el desorden que había en la cabaña del profesor, lo cierto es que encontrar una habitación tan vacía fue impactante.

El suelo de madera viejo crujía a cada paso que daba, como pequeñas criaturas de timbre agudo que gritaban a la vez, atropellándose, dándome la bienvenida. Como si ya hubiera estado allí, como si me echaran de menos.

Como si por fin hubiera llegado después de tanto tiempo.

No había libros ni estanterias, pero los papeles desplegados por el suelo eran grandes. Extendidos en la pared -me acerqué a la pared para estar seguro- sujetos con clavos a las tablas de madera. Tenían símbolos que no entendía. No era runas, ni letras, eran puntos y líneas, muchos, diferentes, repetidos. Algunos estaban señalados con círculos descuidados de tinta, ansiosos por recalcar su importancia.

No había nadie, pero encontré una cuerda colgando del techo que llevaba a un agujero. Tiré de ella con fuerza para asegurarme de que podía soportar mi peso y después subí con un par de saltos. No sabía escalar por una cuerda, pero por suerte mis brazos tenían suficiente fuerza como para levantar mi peso.

El tejado del edificio era de tejas azul marino, aunque muchas de ellas estuvieran gastadas. La luz de la luna, grande aquella noche, aclaraba la escena, la enblanquecía tibiamente, como si tuviera miedo de iluminar demasiado.

Entonces por fin la vi. Una chica con un vestido de una pieza de color azul claro, que tenía la cabeza pegada a un extraño aparato alargado que apuntaba hacia el cielo y todas aquellos puntos infinitos y distantes de luz. Su vestido tenía un estampado, pero por la poca luz artificial no pude destinguirlo bien.

¿Cuando había necesitado tanto la luz humana? ¿En qué momento mis ojos habían dejado de ver en la oscuridad? Y más importante, ¿por qué hasta ese momento no me había importado? Ella se giró de golpe cuando di otro paso, resonando contra las piezas del tejado.

Me miró como un gato, con ojos relucientes de la luz de las estrellas, asustada. Tenía el cabello azul como el cielo sobre nosotros, y una peca justo al lado de su ojo izquierdo. Me fijé en como su pierna empezaba a temblar.

—¿Eso es un... ca- catr... catacharro? ¿Un catarro?—pregunté. No recordaba el nombre de aquel aparato para mirar estrellas, pero había tenido un amo obsesionado con ellas también de pequeño.

—...ejo.

— ¿Catarrejo?

Ella inclinó sus cejas hacia abajo y me miró molesta.

—Ca ta le jo —pronunció lentamente y con fuerza.

Noté como me tiraban las mejillas de sonreír. Agaché los hombros, tensos de que ella me echara de allí a gritos. Intenté relajarme y señalé el catalejo.

—¿Puedo?

Ella dio unos pasos hacia atrás, cortos y tímidos, y me dejó pasar. Al acercarme, me di cuenta de que en realidad era una cría. No se había desarrollado aún. Tendría como mucho doce edades.

Me quedé mirando aquellas estrellas por el catalejo, en silencio. No sabía nada de ellas aparte de que brillaban mucho.

—Me llamo Byron—dije, haciendo como que ajustaba ciertas cosas. Ella me golpeó la mano por intentar toquetear el aparato. No tenía fuerza, pero el golpe me picó. Me alejé y me froté la mano mientras la observaba mirar una y otra vez, moviendo partes del aparato para reajustarlo.

—Lo sé— contestó finalmente. — Te observé.

Se separó del catalejo y fijó su mirada en mis brazaletes. Un instante después desvió la vista nada disimuladamente, volviendo a poner el ojo en el visor del aparato.

Tenía que decir algo más, ganarme su confianza, conseguir que saliera de este sitio para que su padre me dejara libre. Libre, por fin de tanto tiempo. Esta era mi oportunidad soñada, la de cualquier esclavo.

En su lugar me senté en el tejado y miré hacia el cielo nocturno. Mi cuerpo pesaba demasiado para estar de pie. Mis hombros cuadrados, mis músculos tensos; recordaba tenerlos desde el atardecer, pero ahora ya parecían un recuerdo lejano, un sueño que me esforzaba por recordar en detalle inútilmente. No iba a conseguir su nombre aquella noche solo por preguntar, ni siquiera una conversación. Lo único que ella estaba dispuesta a darme eran estrellas y una vista hermosa de la bóveda celeste.

Apoyé mi brazo sobre mi rodilla y miré la inmensidad estrellada sobre nosotros. Ella continuó mirando por el catalejo, y yo me quedé contemplando un conjunto de estrellas con forma de flecha, redondeada por detrás.

—Mörgais —recordé. — La constelación del pingüino. Cuentan los norteños que su luz protege a los jóvenes, que los acoge hasta que su madre venga a darles calor. No es tanto como volver a casa, sino más bien como que el hogar va hacia ti.

—¿Los norteños?

—He visto mucho mundo.

Mucho más del que hubiera querido. Demasiado tiempo solo, sin un padre que me protegiera o una madre que fuera a volver a mí. Sin hogar. Solo con cadenas. Solo capaz de servir, arrastrándome, siempre con un peso que empujaba hacia el suelo, la tierra, el fango.

— Carol.

La miré a ella, pero no despegó su vista del catalejo. Me preguntaba si el hecho de que su pelo estuviera cortado a la altura de sus hombros era para que no molestara a la hora de mirar las estrellas.

—¿Carol?

Ella no dijo nada más, así que solté una única sílaba a modo de risa y volví a mirar al cielo.

—Yo me llamo Byron.

La hija del profesor no despegó su vista del catalejo, ni yo del cielo, pero sentí en su voz un atisbo, por muy leve que fuera, de suavidad.

—Lo sé. Te oí.

Cadenas de LibertadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora