1. Cuestionario.

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Mirar a las personas que se encontraban a mi alrededor en la sala de espera era un trabajo extenuante, pero ante el sueño que acudía a mis ojos a causa del aburrimiento que me causaba encontrarme ahí sentada, prefería fijarme en los rasgos arrugados de los pacientes, algunos hasta con el rostro colorado por la impotencia de no ser atendidos a la hora acordada. Me crucé de brazos, encogiéndome en mi asiento. Era de esos asientos que te provocaban un dolor punzante en la parte baja de la espalda, por lo que al tiempo de estar sentado tenías que ponerte de pie y pasearte para que el daño en tu columna cesara o disminuyera.

Una vez más le di una vaga mirada a mi reloj de muñeca, notando que ya iban con más de una hora de retraso, lo cual significaba para mí una hora de desperdicio. Todos esos minutos pude haberlos aprovechado en algo realmente importante como adelantar trabajos o cobrar el sueño que me había quitado esta mañana para llegar aquí a la hora. Nadie me devolvería los segundos gastados en mirar moscas pasearse por los pasillos molestando a las personas con su zumbido, o los niños descontrolados que corrían por todos lados causando un alboroto, o mirando la televisión empotrada en una esquina de la habitación de la cual no se escuchaba absolutamente nada, al parecer las enfermeras pensaban que todos aquí tenían superpoderes auditivos, por lo que se daban el lujo de poner la TV en mute.

Para rematar la situación, el aire acondicionado estaba averiado en los veintiocho grados al parecer, porque si bien afuera hacía un frío que te calaba hondo, dentro de la sala de espera se sufría un calor insoportable típico del desierto del Sahara. Me pasé el dorso de mi mano por la frente, pero solo me provocó más bochorno por lo tibio de mi piel. Hace unos momentos me había deshecho de mi chaqueta dejándola sobre mis piernas, junto a mi infaltable bolso, jamás salía de casa sin él. Había sido un regalo de mi abuelo (aclarar que aun sigue vivito y coleando en el campo) para mi cumpleaños número quince, esa etapa en la que sientes que absolutamente nadie te comprende, que los problemas sufridos no tienen permiso de ser revelados a la humanidad, cuando tu rebeldía rebasa los niveles críticos llevándote a hacer locuras que concluyen con efectos perjudiciales. Por suerte en mi vida había tenido a un padre bien conservador que me abstuvo de liberarme mostrando mi pensamiento contradictorio contra el de las autoridades a través de un tatuaje o perforación en mi cuerpo.

Sin embargo, siendo aprendiz de adolescente y estando con las hormonas revoloteando en mis venas, impulsándome a hacer cosas de las que seguro hoy me arrepentiría, tuve que encontrar una manera de serenarme. Fue entonces cuando Simón me enseñó el mundo de la creatividad sana y seguro, manifestaciones pacíficas que no te costarían cirugías a futuro: los parches y chapitas. Tenía mi bolso de colores difuminadas lleno de ellos, habían desde bandas que en algún momento inmemorable me gustaron hasta frases que había encontrado lo suficientemente inteligentes como para lucirlas al caminar por la calle. También poseía chapas con imágenes de mis animes favoritos, siendo estas bastante diversas; estaban entre ellas Tokyo Ghoul, S.A.O., Amnesia, Clannad, Hyouka y una que otra de Free! Eran una de mis pasiones que se había mantenido conmigo a través del tiempo. Mi madre nunca pudo entender mi gusto por esos dibujos, como ella los describía, de ojos grandes como mosca y cabellos voluminosos de hombre lobo. Aunque estoy segura de que si se detuviera un momento en ver alguno de ellos, le encantarían, no hay manera de que no lo hagan ya que las historias eran adictivas y atrayentes no únicamente por el público juvenil. Por mi parte, pensaba que nos dibujos eran chulos.

— ¿Hana Foster? —llamó una mujer vestida de blanco, asomando su cuerpo por la salida de un pasillo. Me puse de pie, sintiendo como las miradas de envidias de algunos pacientes se posaban en mí, pero hice caso omiso. Había tenido que esperar una hora extra, así que se aguantaran la suya. Cuando la enfermera me vio venir sonrió y me indicó que la siguiera. —Por aquí por favor.

Mientras caminábamos por el largo pasillo había colgado mi bolso de mi hombro y amarrado la chaqueta a mi cintura para que no estorbara. Posicioné ambas manos en mi espalda y estiré mi columna hacia atrás sintiendo como todas mis vertebras tronantes volvían a su sitio. Malditos asientos de bajo presupuesto, de seguro a la clínica le aseguraban una buena cantidad de horas en la sección de traumatología.

Mi héroe.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora