Capitulo 1

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Sentada en la sala de reuniones del castillo de los asesinos, Celaena Sardothien se recostó en la silla.

—Son más de las cuatro de la mañana —dijo al mismo tiempo que se ajustaba los pliegues de la bata de seda roja y cruzaba las piernas desnudas por debajo de la mesa—. Espero que sea importante.

—A lo mejor si no te hubieras pasado toda la noche leyendo, no estarías tan cansada —le espetó el joven que estaba sentado delante de ella.

Celaena hizo caso omiso al comentario y se quedó mirando a las otras cuatro personas que ocupaban la mesa de la cámara subterránea.

Todos eran hombres, mucho mayores que ella, y ninguno la miraba a los ojos. Un estremecimiento, que nada tenía que ver con las corrientes de aire que enfriaban la sala, recorrió la espalda de Celaena. Toqueteándose las uñas, muy cuidadas, adoptó un talante indiferente. Las personas allí reunidas —incluida ella misma— eran cinco de los siete asesinos en los que más confiaba Arobynn Hamel.

Saltaba a la vista que se trataba de una reunión importante. Celaena lo había sabido desde el momento en que una criada había llamado a su puerta y había insistido en que bajase sin vestirse siquiera. Cuando Arobynn te convocaba, no le hacías esperar. Por fortuna, las prendas que Celaena usaba para dormir eran tan exquisitas como las que lucía durante el día. De hecho, costaban casi lo mismo. Pese a todo, solo tenía dieciséis años, y no le apetecía demasiado exhibirse en una habitación llena de hombres. Su belleza era un arma —que cultivaba a conciencia— pero también la hacía vulnerable.

Arobynn Hamel, rey de los asesinos, se sentó despacio a la cabecera de la mesa. La luz de la araña arrancó reflejos a su pelo rojizo. Los ojos grises del rey se posaron en los de Celaena con una expresión sombría. Tal vez se debiese a lo avanzado de la hora, pero Celaena habría jurado que su mentor estaba más pálido que de costumbre. A la asesina se le revolvieron las tripas.

—Han capturado a Gregori —anunció por fin Arobynn. Bueno, aquello explicaba la ausencia—. La última misión que le fue encomendada era una trampa. Está encerrado en las mazmorras reales.

Celaena resopló por la nariz. ¿Y por eso la habían despertado? Impaciente, golpeteó con el pie el suelo de mármol.

—Pues matadlo —dijo.

De todas formas, Gregori nunca le había caído bien. Cuando tenía seis años, Celaena había obsequiado al caballo del hombre con una bolsa entera de golosinas y Gregori, enfadado, le había lanzado una daga a la cabeza. La asesina había interceptado la daga, naturalmente, y desde entonces Gregori guardaba una marca en la mejilla como recuerdo; Celaena le había devuelto el regalo.

—¿Matar a Gregori? —preguntó Sam, el joven que estaba sentado a la izquierda de Arobynn; un lugar tradicionalmente reservado a Ben, el segundo al mando del rey de los asesinos.

Celaena sabía muy bien lo que Sam pensaba de ella. El odio del chico se remontaba a la infancia, cuando Arobynn la había declarado a ella —no a Sam— su protegida y heredera. Desde aquel día, Sam aprovechaba cualquier ocasión para humillarla. El chico había cumplido ya diecisiete años, uno más que ella, pero no había olvidado que siempre sería el segundón.

La Asesina y el Señor de los piratasWhere stories live. Discover now