Capitulo 8

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Aunque los piratas gritaban y cantaban a su alrededor, Rolfe y Sam cerraban los ojos con expresión concentrada mientras sus gargantas subían y bajaban, subían y bajaban al tragar la cerveza fría. Celaena, que lo miraba todo por detrás de la máscara, no podía parar de reír.

No les costaba nada fingir que Sam estaba borracho y que Celaena y él se lo estaban pasando en grande. En parte gracias a la máscara pero también porque Sam representaba su papel a las mil maravillas.

Rolfe estampó la jarra contra la mesa y soltó un «¡Ah!» satisfecho mientras se secaba la boca con la manga. La multitud lo vitoreó. Celaena rio a carcajadas, con la máscara empapada de sudor. En la taberna, como en toda la isla, hacía un calor sofocante, y el olor a cerveza y a cuerpos sucios impregnaba cada grieta, cada piedra.

La taberna estaba abarrotada. Un conjunto formado de acordeón, violín y pandereta tocaba una tonada estridente en un rincón, junto al hogar. Los piratas intercambiaban historias y pedían sus canciones favoritas mientras los campesinos y los vagabundos bebían hasta la inconsciencia y apostaban en juegos de azar amañados. Las rameras, por su parte, merodeaban entre las mesas buscando algún regazo en el que hacerse un hueco.

Sentado frente a Celaena, Rolfe sonreía mientras Sam apuraba el final de su jarra. O eso creía el pirata. Como el líquido salpicaba y se derramaba constantemente de las jarras nadie reparó en la cerveza encharcada junto al vaso de Sam, y el agujero que el asesino había practicado en el fondo del recipiente era demasiado pequeño como para ser detectado.

El público se dispersó y Celaena rio a carcajadas levantando una mano.

—¿Otra ronda, caballeros? —preguntó a la vez que hacía gestos al tabernero.

—Bueno —dijo Rolfe—. Debo reconocer que me caéis mucho mejor en la taberna que cuando hacemos negocios.

Sam se inclinó hacia delante con una sonrisa conspiradora en el rostro.

—Oh, a mí también. Es horrible la mayor parte del tiempo.

Celaena le atizó un puntapié, con fuerza, porque sabía que en parte decía la verdad. Sam aulló y Rolfe se rio entre dientes.

La asesina le arrojó a la tabernera una moneda de cobre mientras la mujer rellenaba las jarras de Rolfe y de Sam.

—Así pues, ¿tendré el honor de ver el rostro de la legendaria Celaena Sardothien?

Rolfe se echó hacia delante para apoyar los brazos en la mesa empapada. El reloj de detrás de la barra dio las tres y media de la madrugada. Tendrían que darse prisa. Teniendo en cuenta lo concurrida que estaba la taberna y el estado de embriaguez de los piratas, era un milagro que aún quedara cerveza en la bahía de la Calavera. Si Arobynn y Rolfe no mataban a Celaena por liberar a los esclavos, el señor de los piratas la asesinaría por dejar pendiente una cuenta tan elevada.

La asesina se acercó más a Rolfe.

—Si mi amo y yo ganamos tanto dinero como habéis prometido, os enseñaré mi cara.

Rolfe miró brevemente el mapa que llevaba tatuado en las manos.

—¿De verdad vendisteis vuestra alma a cambio de ese mapa? —preguntó Celaena.

—Cuando os quitéis la máscara, os diré la verdad.

Ella tendió la mano.

—Trato hecho.

El pirata se la estrechó. Sam levantó la jarra, que ya había perdido al menos un centímetro de líquido por el agujero del fondo, y brindó por la promesa antes de beber. Rolfe se unió al brindis.

La Asesina y el Señor de los piratasWhere stories live. Discover now