Capitulo 7

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Ágil como un gato y sigilosa como una serpiente, Celaena trepó por los travesaños de madera clavados en el casco del barco.

El primer centinela no advirtió su presencia hasta que notó las manos de la asesina alrededor del cuello. Celaena le apretó el cuello en dos puntos que lo sumieron en la inconsciencia. (Al fin y al cabo, era una asesina, no una criminal). Antes de que el hombre se desplomase en la cubierta, Celaena le tensó la mugrienta túnica para suavizar la caída. Callada como un ratón, sigilosa como el viento, silenciosa como una tumba.

El segundo centinela, apostado junto al timón, la vio subir la escalera. Se las arregló para emitir un grito ahogado antes de que el pomo de la espada se estrellara contra su frente y lo dejara también sin sentido. Una maniobra no tan limpia y no tan silenciosa: cayó al suelo con un golpe que llamó la atención del tercer vigilante, que hacía guardia en proa.

Sin embargo, reinaba la oscuridad y varios metros de eslora los separaban. Celaena se agachó cuanto pudo y tapó el cuerpo del centinela caído con la capa.

—¿Jon? —llamó el tercer guardia desde el otro lado de la cubierta.

Celaena se encogió al oírlo. Cerca de allí, en el Sin Amor, reinaba el silencio. El tufo del cuerpo hediondo de Jon le arrancó una mueca.

—¿Jon? —volvió a decir el guardia, y Celaena oyó unos pasos que se aproximaban. Cada vez más cera. Pronto se toparía con el primer centinela.

Tres... Dos... Uno...

—¿Pero qué diablos?

El guardia tropezó con el cuerpo postrado de su compañero.

Celaena avanzó.

Saltó por encima de la barandilla tan deprisa que el centinela no alzó la vista hasta que la asesina aterrizó a su espalda. Bastó un rápido golpe a la cabeza para abatirlo. Acto seguido, Celaena dejó caer el cuerpo sobre el del primer guardia. Con el corazón a punto de saltarle del pecho, Celaena corrió hacia la proa del barco. Hizo brillar el espejo tres veces. Tres guardias abatidos.

Nada.

—Venga, Sam.

Repitió las señales.

Un larguísimo momento después, un destello le respondió. El aire corrió por los pulmones de Celaena en cuanto soltó el aliento que había contenido sin darse cuenta siquiera. Los guardias del Sin Amor también estaban inconscientes.

Celaena hizo una señal. La atalaya seguía en silencio. Si los vigías estaban allí, no habían visto nada. Tenían que ser rápidos y estar de vuelta antes de que su desaparición fuera advertida.

El guardia que vigilaba el camarote del capitán se las arregló para patear la pared tan fuerte como para despertar a los muertos antes de que lo abatiese, pero el aviso no impidió que el capitán Fairview gritara cuando Celaena entró en su despacho y cerró la puerta.

Cuando Fairview estuvo encerrado en el calabozo, amordazado, atado y plenamente consciente de que solo si él y sus guardias cooperaban conservaría la vida, Celaena bajó a la bodega.

A pesar de la estrechez del pasillo, los dos guardias que vigilaban la puerta no advirtieron su presencia hasta que Celaena se tomó la libertad de dejarlos inconscientes.

Con el máximo sigilo, cogió el farolillo que pendía de una clavija de la pared y abrió la puerta.

El techo era tan bajo que casi lo rozaba con la cabeza. Los esclavos estaban sentados, encadenados al suelo. Sin letrinas ni la más mínima iluminación, sin comida ni agua.

La Asesina y el Señor de los piratasWhere stories live. Discover now