Parte IV. Encuentro cercano

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—¡Perdona! No quise asustarte —me dijo el chico de los ojos verdes, sonriendo dulcemente, mientras ambos reíamos un poco. Prosiguió mientras yo recuperaba el aliento y trataba de disimular lo avergonzada que me sentí en ese instante—: Me llamo Jorge. Vi a tus amigas hace un rato, se fueron juntas. Creo que decidieron irse con sus novios.

—No son sus novios —le respondí, tratando de mantener la calma y riendo tras esa curiosa forma de «romper el hielo»—, los conocieron apenas hoy.

—Ayer, querrás decir. Ya es de madrugada. ¿Cómo te llamas?

—Creo que tienes razón... Paola. Mucho gusto, Jorge —le dije, levantando la voz un poco más para que oyera bien mi nombre.

—Mucho gusto, Paola —respondió, extendiendo su mano y tomando la mía. De cerca me pareció más guapo todavía y su voz me resultó definitivamente atractiva, algo profunda—. ¿Te puedo invitar algo de beber?

Me detuve a pensar por solo unos segundos: su movimiento fue correcto, me sonrojé nuevamente y volví a mirar en derredor, sabiendo que estaba sola, que ahora no habría nadie que me molestara o me hiciera bromas constantes.

—Está bien —le dije—, pero la verdad es que no voy a quedarme mucho tiempo. No suelo volver tan noche a casa. —No acababa de decir la frase aún y enseguida pensé que aquello había sonado muy tonto.

—No te preocupes —respondió—. No tengo problema con eso. No quiero que estés sola porque tus amigas se fueron. Te haré un poco de compañía, ¿está bien?

Volví a sonrojarme y asentí. Jorge llamó al bartender, luego volteó a mirarme: yo le sonreí de nuevo y ambos sostuvimos el contacto visual por breves segundos.

—Dame una piña colada —le dijo al chico tras la barra— y para mí una Dos Equis.

Me quedé callada y sorprendida: esa es una de mis bebidas preferidas. Sentí un pequeño cosquilleo, como un hormigueo en la piel de mis brazos y cuello.

—Oye... ¿cómo supiste que me gustan las piñas coladas? —pregunté, sin poder ocultar mi asombro.

—Oh... no sabía... Le aposté a que te gustan las bebidas dulces Quizá notaste que te vi un poco en todo este tiempo. Y perdona que te lo diga, pero en verdad me pareciste muy guapa.

Mis mejillas se pusieron rojas una vez más. ¿Había sido acaso muy atrevido? Quizá no tanto.

—Gracias —añadí, sonriendo e intentando simular mi reacción—, pero eso no me dice cómo lo supiste.

El bartender le pasó las bebidas y cuando él me entregó la copa, nuestros dedos se rozaron por un breve instante. Sonreí de nuevo.

—Mira —prosiguió—, te vi hace un rato; parece que no te gustó el tequila y tampoco pediste más cerveza. Creí entonces que preferirías los tragos dulces.

—Eso suena bastante obvio... Creo que en verdad me estuviste viendo toda la noche.

Reí y él también lo hizo un poco, mientras yo le daba los primeros sorbos al líquido dulce y refrescante entre el calor de ese ambiente lleno de baile.

—Lo admito, lo admito. No soy nada discreto. Espero que eso no te incomode —añadió y me dirigió una linda mirada con esos ojos tan llamativos.

No supe qué decirle. Me quedé callada por más fracciones de segundo de las que quería, mientras mi cara enrojecía.

—Descuida, estoy bien. Y gracias por la piña colada —dije, levantando la copa y devolviéndole la sonrisa—. También te vi algunas veces. ¿No vienes con nadie?

—No, vengo solo. Quise tomar un trago. No me gusta mucho toda la música que ponen, pero sí las bebidas que preparan aquí. Aunque hoy solo me he pedido algunas cervezas.

—¿Sueles venir muy seguido?

Él sonrió nuevamente, un poco orgulloso.

—No, solo cuando estoy muy estresado o cuando quiero distraerme... ¿Y tú?

Pasaron varios minutos más y la plática se alargó, cerca de la barra. De fondo comenzó a sonar música electrónica más lenta. Le propuse ir a bailar un poco y aceptó; fuimos a la pista, cada quien con su bebida en mano. Jorge bailaba bien, pese al hecho de decir que no le gustaba la música del lugar.

Me preguntó si era de Querétaro y le dije que no, que soy de Hidalgo; preguntó si estudiaba o trabajaba y le comenté que me vine a estudiar, que llevaba poco más de cuatro años rentando una casa. Le hice las mismas preguntas, pero sus respuestas eran más difusas: mencionó que no era de México y que estaba por aquí «de paso», aunque ya llevaba un tiempo viviendo en la ciudad.

Más allá de sus breves respuestas, hubo algo en particular, un hecho, aparentemente absurdo, quizá insignificante, pero que comenzó a incomodarme un poco: me sorprendía lo mucho que yo tenía que levantar la voz para sentir que en verdad mis palabras sonaban más allá del ruido de las canciones de fondo y él pudiera escucharme. Más sorpresa aún me produjo notar que Jorge siempre parecía hablar con tanta calma y sin esfuerzo.

A decir verdad, me produjo cierta incertidumbre apenas verlo mover sus labios cuando me decía algo. Parecía que estuviese solo murmurando, pero yo escuchaba claramente su voz en mis oídos.


Cuando el teléfono sonó ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora