Parte III. Miradas y sonrojos

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Ellas continuaron bromeando sobre el asunto, pero al poco tiempo lo olvidaron y todas continuamos disfrutando de la música. De vez en cuando se besaban con sus acompañantes, y bailaban cada vez más pegadas a ellos. Mientras tanto, yo reía y me dejaba llevar por las canciones.

Nos tomamos fotos. Pusieron música de todo tipo esa noche; electrónica, reggaetón, algo de cumbia y salsa. Entonces acepté bailar con uno de los chicos, quien ya había ligado con Aranza, mientras ella y Betty iban al baño y los otros tipos iban por más bebidas. Julieta y Brenda se quedaron también bailando.

Era un tipo apuesto, con una sonrisa muy linda. Lo malo fue que trató de ligarme también a mí, cuando ellas estaban en sus cosas. Me sentí incómoda, me aparté de él y volví a bailar sola. Él hizo como si no hubiera pasado nada... Cuando Aranza volvió, intenté simular que eso no había ocurrido y él tampoco dijo palabra al respecto. Una ligera sensación de soledad me invadió entonces. Miré hacia la barra y vi a aquel chico raro una vez más, todavía con sus ojos en mí. Sus ojos verdes.

La noche continuó y la música no dejó de sonar. Cada nueva canción parecía hacerme olvidar el día anterior: el enojo y el cansancio por tanto estudio; el estrés de no dormir bien durante los días previos a la prueba; mi frustración cuando el maestro me dio el resultado y dijo que estaba decepcionado, y que esperaba más de mí. ¡Odié que me dijera eso! Nunca he sido alumna de diez, pero tampoco había reprobado jamás.

Aquellas escenas se borraban de mi mente durante ese instante. Todo se desvanecía al mover el cuerpo con cada ritmo distinto y pegadizo. Mis amigas tenían razón a fin de cuentas. Tenía que relajarme. Ya no importaba lo que había sucedido en la escuela, solo importaba ese momento: la noche, el baile, el ambiente.

Sentí una sensación fría en la nuca. Interrumpí mis pensamientos, volví a mirar a la barra y lo vi de nuevo, en el mismo lugar, en la misma pose, todavía observándome. Me sonrió de nuevo. Me puse roja y voltee hacia mis amigas. Ellas seguían bailando y besándose con los tipos que acababan de conocer. «Qué bueno que todas ustedes sean tan sociables», pensé sarcásticamente. Sonaron dos o tres canciones más. Volví a mirar al chico de los ojos verdes: había cambiado de bebida, pero no su atención hacia mí.

Pocos minutos después ya era la una de la mañana y todas seguíamos bailando. Un cuarto de hora más tarde, Brenda, dijo que iba a irse con su nuevo «amigo», que lo conocía de la universidad, de otra facultad. La forma en la que lo dijo nos dio algo de confianza, no por su pretexto, sino porque seguía lo suficientemente sobria como para irse con él sin mucho riesgo. La conocíamos bien, no nos preocupamos mucho.

—Espero que él traiga condones —me dijo Aranza al oído.

Ambas reímos un poco. Yo seguí pensando lo fácil que parecía ir a tener sexo con alguien, aún si lo acababas de conocer. Me hizo pensar en el hecho de que mi última relación terminó hace casi ocho meses y que en todo este tiempo no había tenido citas con nadie.

Diez minutos más tarde Julieta se marchó también: explicó que iba a trabajar por la mañana y necesitaba irse. El chico que estuvo bailando con ella le ofreció llevarla a casa y yo los acompañé hasta la salida. Ella no aceptó su propuesta, pero le dio su teléfono y se besó con él antes de subir a un taxi. El chófer que la recogió era uno de los que me habían parecido más agradables en todas las veces que tuve que llamar al servicio para ir a la escuela cuando se me hacía tarde por las mañanas. Aquel chico se fue también en ese momento, solo se despidió y se fue caminando: me dijo que había estacionado su carro a unas calles del lugar.

Me pareció entonces que era muy tierno.

En ese momento contemplé la oscuridad de la noche, ya afuera del recinto... Sentí que el cielo se veía más negro que de costumbre.

Volví adentro para encontrarme de nuevo con Betty y Aranza. No pude hallar a ninguna de las dos. Miré por todas partes, fui a los baños y tampoco las vi por ahí; intenté marcarles a sus teléfonos pero ninguna me contestó la llamada.

Aranza me respondió por «chat» y me dijo que se había tenido que ir también porque sus papás le estaban marcando y que no me encontró en la parte de afuera. No le creí. Su nuevo acompañante fue el tipo que trató de ligarme a mí también y, conociéndola, sabía que quizá él le ofreció llevarla a algún hotel cercano y pasar la noche juntos. Era atractivo, después de todo. Ella jamás despreciaría una invitación sí.

Seguí marcándole y mandando mensajes a Betty. No contestaba. Me puse nerviosa. Miré por todas partes y no pude hallarla. Les pregunté por mensaje a las demás si ella les había dicho algo, pero ya ninguna me respondió. En menos de veinte minutos iban a ser las dos de la mañana.

Me acerqué a la barra para preguntar al bartender si las había visto partir, pero no supo decirme nada: seguramente no podría ubicar a casi nadie que no fuera cliente frecuente, y todas ellas iban apenas por segunda ocasión. Para mí, era la primera vez en el lugar.

Voltee de nuevo para tratar de echar un vistazo en derredor cuando mis ojos no tardaron en encontrarse con la mirada color verde. Me quedé helada. Él estaba frente a mí y di un pequeño brinco cuando lo vi tan cerca. Casi tiré mi teléfono y me llevé las manos al pecho.


Cuando el teléfono sonó ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora