Cambios drásticos

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II

Jake se retiró del balcón al terminar el cigarrillo. Cuando estaba por cerrar la ventana, el pelaje de Atticus paseó por sus piernas. Reparó en el gran perro, que a pesar de estar cansado por los años seguía siendo igual de amoroso y mimado. Se sentó en el suelo y acarició el mentón del animal que lamió su mano entre ladridos.

—¿Tienes hambre, chico?

Bastó un aullido para que Jake se levantara para ir hasta la cocina donde estaban los tres platos rebosantes de pienso. Movió con el pie el plato de Atticus, haciéndolo sonar. Éste se acercó con lentitud, como dudando, hasta que empezó a comer. Desde hace un tiempo, si no escuchaba ese sonido, Atticus no probaba bocado. Su olfato desapareció y el enorme pastor alemán quedó dependiente de sus amos. Su ojo izquierdo sufría de ceguera parcial y, aunque lucía agotado, aquella mirada era la del cachorro que mordía sus dedos y se refugiaba en su suéter años atrás.

Jake le miraba con cierta derrota y nostalgia. Las canas en su pelaje evidenciaban el paso del tiempo.

Al menos, sabía que en este nuevo hogar su amigo era feliz. Se había acostumbrado en tiempo récord a la voz de Tom. A sus caricias y cuidados. De hecho, el chico había resultado ser bastante cariñoso y paciente cuando Atticus se quedaba dormido frente a la puerta de la habitación y les impedía salir. Tom era suave y lograba cargarlo, a pesar de su peso, hasta llevarlo al sofá, porque le daba pena despertarlo.

Y pensar que su mayor miedo era haber tomado una decisión precipitada al dejar Estados Unidos. Debía admitir que al hacer las maletas para seguir a Tom, no tomó en cuenta a Atticus y al pequeño Boo. Fue un pésimo dueño.

No fue hasta que Jake tomó el avión que reparó en el impacto tan drástico que el cambio tendría en sus mascotas. En su antigua casa dejó sus camas y juguetes. Del arrebato se había llevado todo lo que podía caber en solo dos maletas. Era un nuevo ambiente, un nuevo aroma, nuevas cosas, y si los animales eran iguales a sus dueños, no iban a pasarlo bien con la ruptura de la rutina.

Pero sus miedos se disiparon nada más llegar. Boo Radley y Atticus durmieron durante todo el vuelo. Incluso recibió halagos por el buen comportamiento de parte de la aerolínea.

Tom, como todo amante de los perros los saludó primero cuando Jake los bajó del auto. No hubo celos ni ningún roce con Tessa. Se llevaron tan bien que Jake estaba casi seguro de que conformaron una manada con la Staffy a la cabeza.

Al comprobar el estado caótico de la habitación de huéspedes, Tom sugirió la siguiente dinámica: que los pequeños durmieran en la sala mientras tanto.

Fue una idea bastante lógica.

Jake se dejó seducir por Tom y en menos de lo que le gustaría admitir se encontraba sobre el colchón, viendo al menor quitarse la camisa con ansiedad. Cerró la puerta, y se colocó encima del mayor, comenzando a compartir besos y caricias. Durante horas Jake se dedicó a comprobar el estado del colchón, a abrazar cojines y morderlos cuando una embestida resultaba tan certera como para hacerle perder la razón.

Los sonidos de su idilio les distrajeron del ruido que hacían los perros en la sala. Atticus había marcado la alfombra. Boo Radley, por su parte, seguía siendo un cachorro, y a falta de sus juguetes, se ensañó con el sofá, mientras que Tessa ladraba y golpeaba la puerta del cuarto en el que los dos amantes se olvidaban de que había un mundo fuera de las sábanas.

Cuando se percataron, del sofá negro solo quedaron restos de relleno que Jake se apresuró a recoger, luego de regañar al travieso Boo de una forma poco convincente y benevolente.

Pese al desastre, Tom, en lugar de enojarse, pocas veces lo dejó salir de la habitación. Estaban embriagados de deseo. Estaban en una perfecta luna de miel.

Jake escuchó la puerta de la nevera y comprobó que Tom había regresado. El chico bebió directamente de la jarra como solía hacerlo y se secó con la mano el sudor. Estaba jadeante por tanto correr, su camisa estaba húmeda en los hombros y en la espalda; sus zapatos llenos de pantano.

—Te agarró la lluvia —dijo Jake, apagando el cigarrillo en el cenicero dispuesto en la isla de la cocina.

—Fue de repente. —Tom lucía apenado, odiaba cuando le remarcaban los obvio.

—No diré que te lo dije.

—Ya lo estás diciendo.

Jake río relajado y se acercó al chico, subiéndole de forma juguetona la camisa mientras éste hacía un puchero ofendido. Todo era en juego, el mayor conocía perfectamente que nada ponía más de los nervios a Tom que tratarlo como un niño pequeño. Un niño al que había que regañar.

—Ve a bañarte, no quiero que te resfríes. Yo lavaré esto —comentó Jake al tener en sus manos la prenda de algodón.

—A eso iba, solo deja que termine de relajarme.

—Solo no te tomes mucho tiempo.

Jake jugó con los rizos castaños y se separó con cuidado antes de juntar sus frentes.

—Apestas a tabaco.

—Aun así quieres que te bese.

—Cuando desperté seguías dormido.

—Sí, no te he dado los buenos días. —Los dedos del mayor bajaron a su nuca y repartieron leves masajes antes de unir sus labios, Tom respondió calmado, recibiendo el sabor de nicotina sin ningún disgusto, ya bastante acostumbrado a ese hábito diario. El beso continuó hasta que un estornudo les hizo separarse. El menor se tomó avergonzado la nariz.

—Anda, ve a darte una ducha antes de que se ponga peor. —Jake se limpió la mejilla y rió despreocupadamente. Adoraba esas reacciones de Tom, cuando se le notaba que prefería que se lo tragara la tierra a tener que conversar sobre estas situaciones.

—En verdad, disculpa.

—Descuida, estoy acostumbrado a que me llenes de fluidos —Le guiñó el ojo y dibujó una sonrisa perversa. El chico le dió un golpe suave en el pecho y desvió la mirada, buscando cerrar el tema.

Tom fue a ducharse. Jake puso a funcionar la lavadora y echó el monte de ropa que tenía pendiente. De regreso a la cocina reparó en los tres perros que estaban vaciando sus platos. De inmediato, recordó que debía hacer el almuerzo. En la mañana solo comió dos sándwiches con mermelada y una manzana, que le esperaban sobre la mesa del comedor, junto a una nota que decía «cómeme», que el castaño había dejado. Una comida rápida y sencilla. De ser por el menor, comerían emparedados durante toda la semana.

No se quejaba, eran los mejores sandwiches del universo. Más porque Tom, cuando se despertaba temprano, se los dejaba preparados sin falta, junto una buena taza de café. Pero a Jake le producía mucho más placer cocinar para él, ver cómo aquellos ojos se abrían expectantes y como su boca hacía sonidos de gozo al probar especialidades italianas.

Dejó escapar un largo bostezo y se estiró antes de comenzar a preparar pasta a la carbonara, uno de los platos favoritos del menor. Jake le consentía demás, lo sabía, pero esa había sido de las primeras promesas que le hizo cuando empezaron a construir este hogar.

Cuchuritas, muchas gracias por leer y muchísimas gracias a todas las personitas que han votado en esta pequeña historia. Son un amor.

En breve tendrán la tercera parte, espero les agrade mucho lo que leerán.

Nos leemos pronto.

Besitos.

Cuando el sol regrese (#Gyllenholland)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora