Capítulo 8

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―¿Qué te dijo el doctor? ―le preguntó mientras conducía por las húmedas calles de Mérida

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―¿Qué te dijo el doctor? ―le preguntó mientras conducía por las húmedas calles de Mérida. Tali suspiró, dándole a entender que no todo había sido bueno.

―Con algunos medicamentos mi cuerpo podría producir un óvulo de buena calidad. ―Clara la observó sonriendo, pero la mirada de Natalia estaba perdida fuera de la ventana.

―Entonces...

―No tengo el esperma de un donante y el costo del procedimiento es muy elevado ―dijo perdiendo la fuerza en su voz.

Clara miró hacia el frente y asintió, le dolía la frustración de su amiga. Ahí supo lo mucho que Tali deseaba tener un hijo, puede que hace unos meses no la comprendiera, pero en ese momento entendió que no era una simple ilusión. El deseo de ser mamá, de tener y cuidar a un bebé, llega a casi todas las mujeres de un momento a otro, pero la decisión de ser madre no debe transformarse en una obsesión, ni tampoco en un problema; no siempre es fácil quedar embarazada pero notó que Natalia se sentía preparada y que el deseo de ser madre la podría llevar a realizar cualquier cosa.

―Mantén la esperanza, ese dinero llegará cuando tenga que llegar ―dijo para animarla, estaba harta de verla triste.

Unos minutos más tarde, con un aplastante silencio, se estacionaron en un restaurante de comida rápida, se abastecieron de hamburguesas y sodas y luego se dirigieron hacia casa de Natalia. Al llegar, se dieron cuenta de que un auto gris estaba parado frente a la entrada, con el motor encendido. Natalia frunció el ceño y los músculos de la cara se le contrajeron cuando reconoció a la dueña del deportivo.

Léa, su hermana, se bajó y comenzó a caminar hacia ellas, el ruido de sus tacones resonando en la acera, demostrando firmeza en cada uno de sus pasos. Los ojos de Natalia estallaron con molestia.

―¿Qué haces aquí? ―le preguntó con algo de violencia.

―Buen día para ti también, hermanita ―contestó Léa.

Clara se fijó en que su amiga apretó mucho los dedos en las esquinas de la caja que traía en las manos. Mierda. Y le quitó los refrescos con cuidado.

―Te pregunté qué haces aquí ―repitió Tali entre dientes.

―¿No puedo visitarte? ―inquirió―. Hola, Clara.

―Hola ―saludó esta, y no dijo nada más, la sonrisa fingida de Léa desapareció cuando advirtió que no cederían.

Clara se sentía como en el ojo de un huracán, o algo así. Sabía lo que podría ocurrir y lo que debía hacer: soltar la comida y no dejar que Natalia se le fuera encima.

―He venido para decirte que apunté clases de yoga en la lista de actividades recreativas de La Pedregosa, desde el fin de semana que viene, unos clientes lo solicita...

―¿Qué?

―Es gente importante, Natalia. Cuando me preguntaron si en el hotel se impartían esas clases, dije que sí.

―Pero en La Pedregosa no dan yoga.

―No me importa si es mentira, no seré yo la que les diga que no. ―Léa resopló y se echó el cabello hacia atrás―. Y tú me ayudarás, no me digas que no puedes soportar estar en la posada unas horas a la semana.

―El problema no estar allá, el problema es que no quiero estar cerca de ti.

―No me verás, me encerraré en la oficina.

―¡No!

―Ya les di mi palabra, no puedo echarme para atrás. Esos empresarios estarán en Mérida por unos meses y debo cumplir con todos sus requerimientos. Y si sus mujeres quieren yoga, yoga tendrán.

―¡Dije que no!

―¿Cuál es tu maldito problema? Te pagaré, Natalia, si aceptas te pagaré lo que sea.

Se produjo un incómodo silencio, y para sorpresa de Clara, el tema de los empresarios le pareció muy importante para Léa, aunque no entendía la razón. Si no hubiera sido así ni en sueños le hubiera propuesto tal cosa a Natalia, era extraño ver que la necesitara para algo.

―¡Eh! ―exclamó viendo a Tali con gesto de: aprovecha y sácale todo lo que puedas―, no es tan mala idea. ―Natalia miró a Clara con enfado.

Ay, no, no de nuevo. Pensó la doctora.

―Escucha a Clara, tal vez el título de psicóloga si le sirve para algo ―intervino Léa con sonrisa burlona.

―Lo dice la que nunca se graduó. ― Clara volcó los ojos.

—¿Vas a ponerte estúpida? —Léa se cruzó de brazos y dio un paso al frente—. Siempre lo he dicho, eres una tipa insoportable y no le sientas bien a Natalia, nada bien.

―Y tú menos, por lo tanto deberías...

―¡Cállense las dos! ―exclamó Tali―. Dar clases de yoga en el hotel es algo que yo decidiré, no ustedes.

―Esto... sí ―contestó Clara tras tragar saliva―, bajo ninguna circunstancia dejes que nadie te presione, y menos con dinero. ―Finalmente, Natalia se dio cuenta de lo que su amiga quería insinuarle, y alzó las cejas―. Piénsalo.

―Tranquila, ya lo pensé. Gracias, Clara.

―No hay de qué ―le sonrió.

―¿Y bien? ―Léa preguntó tensa.

―Lo haré.

―Perfecto ―dijo, y Clara notó como la calma le regresaba al rostro. Entrecerró los ojos estudiándola―. Empiezas el próximo sábado a las nueve de la mañana. Y ahora tengo una cita muy importante, debo irme.

―Pues adelante, vete ―dijo Natalia controlándose―, no puedo esperar a ese día. ―Léa se alisó la blusa con expresión imperturbable.

―Me sorprende que no hayas puesto más resistencia. ―La miraba con ojo crítico―. Ah, y otra cosa, lo del pago depende de ti, espero que cumplas.

Natalia todavía cavilaba la obligación tan desagradable cuando Léa puso en marcha su auto. Momentos después estaban dentro de la casa. Clara buscó la manera de sacarle información a Natalia.

―Menudo sacrificio tener que aguantar a Léa por varios meses. ―Tali le dirigió una mirada cómplice.

―Mmm... Voy a tener que hacerlo por el dinero, aunque esta vez será diferente; trabajaré, daré esas clases, pero le costarán más de lo que se imagina.

―¡Bravo! Entonces jode a esa abusadora.


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Lo que queda de mi alma ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora