Prólogo

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Prólogo

—Lo siento, Samuele —el señor rubio lamenta.—. No puedo esperarte más, son órdenes de la dueña.

El pelinegro bufa y pasa su mano por su cara. Oficialmente se acaba de quedar sin un hogar. El señor Ferrec levanta sus hombros, en un intento nulo de parecer apenado.

—Solo..., solo deje que recoja mi ropa y me voy —Samuele ruega y al anciano no le queda otra opción, así que aceptó.

Fue así como en una hora Samuele Villeneuve se convirtió en una persona sin hogar. Su sueldo como diseñador de vestidos de novia en una boutique de mala muerte no le ayudaba con la renta de su departamento en el distrito once, el barrio más caro de la ciudad parisina.

Veinte euros era la suma de dinero que, en ese momento, Samuele poseía.

Con aquella maleta de plástico negro estaba dispuesto a recorrer la ciudad del amor. Pensaba dormir en una de las esquinas que la Torre Eiffel tenía.

Se negaba rotundamente a ir a casa de su madre, pues la relación entre ellos no podría ser merecedora de un premio a la paz.

Antes de cruzar la calle. Samuele decidió ir a un McDonald's; ordenó un Big Mac, se sentó en una mesa lo más alejada posible de aquellos niños que lo único que se dedicaban a hacer era gritar, de su bandolera de cuero desgastada sacó un libro, junto con un lápiz negro y, con él, se dedicó a hacer unos nuevos diseños.

A la corta edad de veintiséis años ya podía dibujar vestidos, caras y objetos con tanto realismo que, si le ponía mucho empeño, fácilmente se podría confundir con una fotografía en blanco y negro.

Se dijo a sí mismo imbécil al notar que estaba retratando el rostro de Gabrielle-Lillie Auriant, una francesa con raíces alemanas quien era la dueña de su corazón, cuyo padre era dueño de una de las concesionarias más grandes de toda Europa.

Samuele cerró los ojos y trató de sacar aquel recuerdo que lo hacía llorar. A nadie le gusta ser rechazado y menos de una manera tan despreciable como lo hizo Gabrielle.

Corría el 2016 cuando ambos cursaban su último semestre en la prestigiosa universidad de Paris en la carrera de diseño de modas y alta costura.

El pelinegro de ojos verdes era conocido en la universidad por haber ido en contra de Madame Justina, una señora de la tercera edad que le gustaba la ropa conservadora. El muchacho estaba en contra de ella, pues catalogaba a las mujeres modernas, que usaban aquellos vestidos escotados, como unas putas, unas cualquieras.

¿Qué mejor forma de ir en contra de ella presentando un vestido que dejaba a la imaginación?

Fue allí cuando se dio cuenta de la existencia del muchacho de ojos verdes. «El que hizo el vestido de virgen» Gabrielle llamaba al pelinegro.

Él no daba caso a los chistes que ella le hacía, pues consideraba un acto inmaduro. Estaba enamorado de la castaña, no lo iba a negar, pero tampoco iba contándolo a todo el mundo.

Hasta que llego a oídos de Gabrielle.

Parecía como si le hubieran insultado, pues el sermón que hizo aquel diez de diciembre en Place de la Concorde frente cientos de personas fue lo más humillante que Samuele vivió.

Lo escupió, cacheteo y humilló como si fuera basura.

Aunque, según Gabrielle, eso es lo que es y será, pues también se enteró que provenía del distrito Saint-Ouen, la zona más peligrosa de París.

Ya pasaron tres años desde ese incidente y Samuele, como toda persona madura, ha logrado superarlo. Sin embargo, cada vez que se vuelven a cruzar; ella no puede evitar reír como una desquiciada.

Le dio un pequeño sorbo a su coca-cola, para luego meter un puñado de papas a su boca y conectar su cargador al tomacorriente. El símbolo de la manzana blanca no se hizo esperar.

El chico no se caracterizaba por su físico, pues él consideraba su cara como un arma mortal al momento de conquistar a una mujer. Pero debe ser que le fue muy bien, porque a pesar de ya tener veintiséis años todavía no ha practicado el coito.

¿Raro, no? Raro de que la presión social no afectara en una persona tan débil como lo es aquel muchacho que estaba devorando aquella hamburguesa.

Luego de dos horas, el móvil del muchacho ya estaba cargado al cien por ciento. Decidido; guardó su cargador y móvil, se colocó la bandolera, agarró la bandeja y tiró los desperdicios en el tacho de la basura. Fue por su maleta y salió del local.

Su reloj de imitación marcaban las nueve y el viento que corría por 22 Place de Passy no era tan cálido como él pensaba.

Definitivamente vivir en la calle no iba a ser tan fácil como lo hacían ver las películas francesas.

Chienne qui m'ennuie (la puta que me parió) —gruñó el francés antes de tomar rumbo hacia la Torre Eiffel.

El vagabundo de la modaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora