Capítulo uno

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Capítulo uno

Definitivamente dormir ahí fue el peor lugar que se le pudo haber ocurrido. Sus manos, piernas y cuello le dolían como si unas sogas hubieran tirado de sus extremidades.

A paso lento se dirigía a una farmacia, fue a gastar sus quince euros restantes en unos calmantes.

Ya con un blíster de cinco pastillas en la mano, fue de vuelta al McDonald's del día anterior, entró al baño y cerró la puerta con seguro. Se miró con detenimiento en aquel espejo que cubría toda la pared: debajo de sus ojos verdes estaban esas características ojeras que lo acompañaban desde la adolescencia, sin embargo estas eran más notorias. Aquel cabello negro, que estaba dispuesto a dejar crecer, estaba aplastado y graso.

Sus ojos picaban como si hubieran agarrado un limón y tirado el contenido en ellos. Sin dudar ni un minuto, lo primero que hizo fue sacarse sus lentes de contacto, guardándolos en su estuche blanco. De su bandolera sacó su cepillo y pasta de dientes, aguantando olímpicamente su picazón, se lavó la boca. Sacó de la maleta un pantalón vaquero y una camiseta negra. Se despojó de su antiguo uniforme de trabajo y se colocó la ropa que antes había seleccionado..., él creía que su ropa interior podría aguantar un día más. Con toques torpes que dio en la maleta pudo conseguir sus lentes con un marco negro que lo hacían ver bastante atractivo... o al menos eso pensaba él.

Guardó todo en la maleta, salió del baño y del local, llevándose una mala mirada por parte del gerente, que no dudó ni un segundo en tirarle un insulto. Dejó salir de sus labios un pequeño suspiro de frustración, pues no tenía ni la menor idea de dónde ir. Pensaba en ir a Place de la Concorde, pero ese lugar le hizo recordar el acontecimiento con Gabrielle. Absolutamente todo relacionaba con ella y le molestaba saber que todavía no superó ese día, por más de que sus labios repitan como un loro la frase de «ya está, ya lo superé», odiaba saber que ese estúpido e inmaduro acontecimiento le afectara tanto.

Como todo un valiente echó ese recuerdo a un lado y se dirigió a Place de la Concorde, una plaza ubicada a bastantes cuadras de la Torre Eiffel, a él no le importaba caminar; mientras más pase el tiempo, mejor podrá olvidar que, literalmente, era un vagabundo.

...

―¿No te cansas de venir aquí? ―preguntó madame Julianne, una señora de setenta años que se sentaba todos los fines de semanas en Place de la Concorde a darle de comer a las pocas palomas que habitaban el lugar.

Un mes.

Un mes durante el cual Samuele aguantaba noches de frio, calor y lluvia. Estaban en junio, el verano ya había llegado a Europa y con ella llegaron las vacaciones.

Durante el mes Samuele dejaba la maleta en una tienda donde un muchacho se la guardaba y, rara vez, lavaba la ropa que él luego se ponía. Se dedicó a preguntar en tienda por tienda si necesitaban trabajadores, estaba en el borde de la locura y desesperación; solamente unas miserables monedas estaban en su bolsillo, ni con esos dos céntimos le alcanzaba para un caramelo.

―No, ha llegado un punto en el cual su presencia me es agradable ―respondió, mientras hacía unos sutiles trazos en aquel papel. Estaba dando los pequeños detalles que faltaban para dar por terminado el boceto de un vestido de novia. Su papel oficialmente se había acabado, solamente quedaba su lápiz negro, sacapuntas y una diminuta goma.

―Es bueno saber eso, ya nadie quiere estar con esta vieja ―a madame Julianne le encantaba hacer esa clase de chistes, según ella ya estaba vieja y quería disfrutarlo al máximo.

El día que el pelinegro y la señora canosa se conocieron fue uno de los momentos en el que Samuele disfrutó de verdad, porque hablar con la anciana lo ayudaba a distraerse de la miseria que estaba viviendo.

La señora, que se dedicaba a la docencia, se encargó de contarle toda su vida: ya estaba jubilada; su marido falleció a causa de un paro cardíaco, sus hijos Marco y Antoine con cuarenta y treinta y cinco años respectivamente ya tenían sus vidas hechas, solamente se veían los veinticinco y treinta y uno de cada diciembre. Le gustan las telenovelas y el pistacho, es alérgica a los gatos, pero siempre ha estado pegada a uno.

Sin embargo, Samuele nunca le contó nada sobre él. Julianne desconocía el porqué, pensaba que no le gustaba hablar de ello y ella no iba a escarbar donde no debía.

A Sam, como le decía Julianne solamente para molestarlo, en cierto modo le daba vergüenza comentarle su situación. No sabía los motivos, solamente no se lo dijo y ya, él tampoco iba a darle tantas vueltas al asunto.

―Muchacho, ¡dibujas de maravilla! ―Julianne tiró un buen puñado de migas que atrajeron a un pequeño grupo de palomas― Hazme un favor y ve a postularte en Fabuleux..., capaz logras entrar y me haces una prenda que esta vieja no se puede costear.

Samuele miró para atrás en dirección a la casa central del lugar que madame Julianne le estaba comentando. Las puertas del edificio estaban plagadas de gente. Volvió a mirar a la anciana.

Recordó mentalmente la ropa que en su maleta cargaba, en definitiva, no tenía nada presentable. Mordió su labio inferior mientras negaba con la cabeza, ella lo miró incrédula.

―¿Cómo qué no? ¡Haces diseños geniales, dignos de la alta costura! ―le quitó el cuaderno que el muchacho tenía en las piernas y comenzó a ojear― ¡Venga, Sam! ¡Estos diseños son hermosos!

Hojeaba y hojeaba, hasta que llegó al retrato que había hecho Sam de Gabrielle.

Se dijo tonto a sí mismo al ver que seguía conservando esa hoja. ¿Cuándo será el día que saque a esa horrible mujer de su hueca cabeza? Nunca, la respuesta es nunca. La anciana miró con curiosidad al pelinegro, pero no preguntó nada al ver la cara de tristeza, el tema de Gabrielle lo volvía tonto y a la vez sensible.

―Madame Julianne... ―Samuele se mordió la lengua, de seguro se iba a arrepentir por lo que iba a decir― Hay algo que debo de decirle.

Se acercó a su oído para susurrarle lo que le quería decir... El grito que pegó Madame Julianne no se hizo esperar.

El vagabundo de la modaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora