MICRORRELATO 6: OJOS MALDITOS

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Creo que nunca había visto a un hombre tan feliz en mi consultorio, mucho menos a uno al que le había dado la que, en mi profesión, considero la peor de las noticias.

          —Lo lamento, pero va a perder la visión. Se va a quedar ciego.

          —¿Ciego? —Me preguntó con una gran sonrisa y voz cargada de emoción.

          —Sí... Y, por desgracia, no hay tratamiento que pueda revertir su condición. En serio lo lamento.

          —¡Gracias, doctor, gracias! ¡Qué buena noticia! ¿En cuánto tiempo? ¿Cuánto tengo que esperar?

          No entendí su comportamiento, pero, considerando podría ser su forma de tratar con lo inevitable, respondí con sinceridad:

          —Me temo que, a lo mucho, le quedan tres meses.

          Le escuché lamentarse por el tiempo restante, luego darme nuevamente las gracias; entonces, poco antes de irse, se despidió y, como si no hubiera sido suficiente, me agradeció otra vez. Me dio la espalda y se alejó presuroso, dejándome sumamente confundido.

          No supe de él en esos tres meses, ni siquiera en los tres meses siguientes; por eso me sorprendí tanto al encontrarlo esta mañana, sin cita previa, esperándome en la entrada del edificio en el que tengo mi consultorio. No tuve el corazón para decirle que se fuera. Le hice pasar, le ofrecí asiento. Entonces escuché lo que tenía que decirme:

          —Me dijo que me iba a quedar ciego —me dijo con reproche, quitándose los lentes oscuros que traía puestos.

          Apenas verlo supe que sí estaba ciego, así que me sorprendió su reclamo; sin embargo, le hice un examen rápido, con lo que confirmé lo que ya sabía.

          —Señor, usted está ciego.

          —¡No, no estoy ciego! ¡Devuélvame mis antiguos ojos, que estos son peores que los anteriores!

          El hombre golpeó el escritorio con fuerza. Agregó:

          —¡No entiende! ¡Ahora los veo con mayor claridad y hasta puedo escucharlos! De verdad... ¿no puede ayudarme? —su voz casi se quebró.

          —Lo siento...

          Se hizo un incómodo silencio, mismo que él terminó:

          —Bien, me voy. Ya conseguí quien me muestre la salida, así que no se preocupe por mí. Por cierto, ella le manda decir que ya no volverá; le molesta que le haya mentido... dice que a ella tampoco le cumplió.

          —¿De qué está hablando?

          —Adiós, doctor. Amanda le manda decir que disfrute su vida con Gloria... que ella le va a dar una buena noticia.

           Me dejó atónito. No pude decir palabra ni detenerlo. Al poco llegó Gloria, mi secretaria, con la que hace poco tuve un desliz... Me puse de pie para saludarla. Ella me tomó de la mano y me dijo que me sentara.

           —Esteban... ¡vamos a ser papás!

          Me golpeó el entendimiento en ese momento. Mi difunta esposa se había ido con el ciego. Me dejó para siempre. Quebranté mis promesas: que le daría un hijo y que, en caso de que ella muriera, solo estaría con una mujer digna, una que ella seguro aprobaría... Debió estar esperando... y le fallé.

          Parece que ella perdonó mi esterilidad, mas no mi traición.

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