Visto desde fuera

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Otro verano más, otra fiesta más, y es que poco importa parar en casa con poco más de dieciocho años, o así lo veía él, aunque en ningún momento le pareció mal que otros prefiriesen pasar tiempo con amigos en una casa, o algo más tranquilo simplemente, que para gustos...

Pero vamos, que llevaba unas copas de más, todos lo hacían, pero él, al menos, aún controlaba sus sentidos. Reflexionó sobre eso mientras miraba a otros de su grupo de amigos no tenerse en pie, o vocalizar cosas sin ningún tipo de sentido.

-No les mires así, que a ti también te empieza a pesar la lengua, eh.

-Aguchi, yo voy perfectamente, te haría un cuatro, pero me da pereza.

-¿Me acabas de llamar “Aguchi” y se supone que vas bien?

-Ajam —asintió con demasiada energía —y si no, se me pasará yendo a casa, porque va a llover.

-Ya salió la rama del meteorólogo.

-Bua, que este año empiezo la carrera, Agoney.

-Si, se hace mayor el niño.

-Idiota. Y lo de la tormenta es cierto —recalcó poniendo el índice contra el pecho del isleño —lo he notado antes de entrar, y se nota en el aire que corre cuando alguien abre las puertas.

-Entonces creo que deberíamos irnos ya, que luego tengo que llevarte a rastras.

-No te lo voy a negar, que no tenemos coche y paso de correr, pero no es plan de que nos caiga un rayo encima.

-¿Borracho les tienes más o menos miedo?

-Igual, no es un miedo contificlabe.

-Cuantificable.

-Eso he dicho. Es… distinto. Es un miedo que acelera, ¿sabes?

-Si, sé. —le sonrió con ternura, como la brisa suave antes del vendaval —Voy a avisar a los demás y salimos.

Las tormentas de verano tenían algo peculiar: electricidad. Intensa, a veces demasiado, de esta que recorría cada poro de su piel.

Electricidad como la que Raoul sentía cada vez que, como esa noche cuando volvió para salir de aquel local, Agoney rodeaba su cintura con un brazo, rozando sutilmente la piel de su cintura.

-Te dije que estaba lloviendo. —replicó cuando salieron y las gotas de agua llegaron a sus rostros.

-Los borrachos callados son más guapos.

-No estoy tan borracho. Y siempre soy guapo.

-Oh Dios, borracho egocéntrico.

-¡Que no estoy borracho! ¡Venga!

El rubio tiró de la camisa del otro chico obligándole a moverse pero empezando a caminar a un ritmo lento, como si estuvieran siguiendo el sonido de los truenos.

Era curioso, visto desde fuera, parecía como si cada vez que se paraban, puesto que el andar del más joven no era el mejor y de repente decidía frenar provocando que su espalda choca e con el pecho contrario, un rayo alumbrara la lejanía.

Como si los acompañaran en un baile.
A Raoul le gustaba bailar, en la discoteca el perreo hasta el suelo, en su casa saltando cuando no había nadie, en la calle disimuladamente cuando oía a los músicos tocar, o simplemente para picar a Agoney, que decía que se le daba fatal, pero él no dejaba que se quedase quieto y le obligaba a moverse por toda la habitación, como si fuese una coreografía premeditada.

En eso también le recordaba a las tormentas de verano, tan inconexas, tan fluidas. Parecían planeadas por el universo pero a la vez se sentían como esparcidas al azar. Como el canario bailando, se supone que sus pasos no debían tener sentido, pero cuando sus cuerpos se movían al compás, parecía que toda su vida había estado practicando.

Tormentas de veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora