Las habladurías de las mujeres del pueblo eran el pan de cada día en Tuapsé, no era de extrañarse que el tema central fuese el extranjero oriental y sus exquisitas fiestas en la casona del conde. Ahora no solo eso murmuraba la gente. Las de alta cuna le criticaban hasta el último lunar del tobillo, pero a conveniencia no podían más que hacerlo a espaldas para no estropear relaciones diplomáticas.
La clase obrera hablaba del consorte del conde en susurros. No era para más, hombres con galantería llegaban al puerto, disfrutaban de una buena velada en la casona, pero no se les volvía a ver. Esta situación trajo consigo un desfile de sirvientes en aquel lugar, se decía que estaba maldita esa casa, temían por su vida. Hay quien corría despavorido diciendo que una sombra demoníaca siempre estaba detrás del japonés, nada comprobado, pero los rumores crecían cada día.
Quien parecía no dar oídos a palabras de los extraños era el conde, para él nada ocurría a su alrededor, en su mente solo se repetía una sola cosa: Yuuri era su razón de ser.
La pareja emprendió pequeños viajes a los alrededores de la ciudad, Viktor se empeñaba en que conociera lo bello que era su país. Salir de viaje implicaba separarse de Yuko, así que cualquier pretexto era bueno para el japonés para recortar el tiempo y volver a casa.
Por las noches una pequeña afición fue arraigada por el de nacionalidad japonesa: seguir las fases de la luna.
Cuando la luna estaba llena, era momento de tener el sexo más salvaje con su marido, su momento de sacar el Eros y seducirlo hasta que el conde lo único que quisiera hacer fuese tomar su cuerpo, alimentarse del sabor de su piel, beber de su boca y culminar en su ser.
Al llegar la menguante preparaba su piel en el estanque de flores de sakura, así quedaba hidratada y tersa.
Durante la luna creciente su amiga Yuko le preparaba mascarillas especiales con algunos lirios extraídos a las orillas de los manglares que colindaban con la cabaña de la bruja roja.
Para la llegada de la luna nueva tenía preparado un pequeño cofre donde reposaban algunos cabellos platinados de su esposo, el conde. El ave negra le había llevado las instrucciones precisas en un trozo de papel.
«Bajará la cabeza cuando las manos creadoras lo sostengan en sus palmas», fue la frase que concluía el mensaje.
Era de noche, la luna que tanto esperaba ya se encontraba encima. ¿Qué eran las manos creadoras? Aquella pregunta se la repitió una y otra vez. Frustrado y con una enorme migraña guardó el cofre que debía sembrar en el jardín.
Decidido a despejar su mente salió a los alrededores de la casona, esperaba que el brillo de la luna le abriera la mente y le diera las respuestas. Caminó y caminó sin rumbo fijo, casi por darse por vencido llegó a un solitario mirador.
El cielo estaba despejado, hermosamente estrellado.
Suspiró profundamente.
—Creo que esta noche no soy el único que ha decidido venir a observar los astros —Una voz varonil interrumpió el paseo nocturno de Yuuri.
Ahora no solo los grillos estaban ambientando la tranquila noche.
Miró la luna una vez más, ¿acaso le daba las respuestas que buscaba? Giró su rostro encontrando al apuesto hombre de varoniles cejas pobladas y cabello semilargo.
—Perdón, no quise asustarte —Se apresuró a disculparse ante el mutismo del otro.
—Se ve hermosa la Luna, no te disculpes, casi nadie suele salir a estas horas —Le sonrió amablemente, al bajar la mirada se percató de la maleta que cargaba el muchacho.
—Sí, precisamente por eso vine aquí —Nota la mirada curiosa del chico de rasgos asiáticos.
—Es un telescopio, yo los construyo —Amplió más la sonrisa dispuesto a mostrarle uno de sus inventos.
—Soy Leo De la Iglesia— Estrechó la mano de Yuuri con euforia.
—Vaya, un inventor, mucho gusto —Su mano al tacto era un tanto áspera, no negaba el oficio, estaba seguro que ese tipo era un admirador de Da Vinci.
—Así me dicen, Leo el inventor —Sacó los utensilios comenzando a ensamblar el aparato.
—Manos creadoras —Susurró Yuuri.
—¿Ah? Bueno, nunca me habían dicho eso, pero aceptaré tu cumplido. Ven, te mostraré al conejo de la Luna —Colocó el lente en el tubo e hizo señas a Yuuri para que echara un vistazo.
—¡Oh, por el cielo! ¡Es bello! —Con genuina admiración Katsuki miraba por la lente aquella fantástica imagen del cuerpo cósmico, por detrás Leo sostenía el telescopio muy cerca del cuerpo del japonés.
—Hueles bien —Sin detenerse a pensar que podría ser un atrevimiento deslizó su nariz cerca del cuello de Yuuri, la cálida respiración provocó que este se estremeciera.
—Eres un poco atrevido invadiendo mi espacio personal —Lo enfrentó girándose hacia el inventor.
—No suelo ser así, pero siento como si fueras una magnetita y yo un pedazo de hierro atraído hacia ti —No mentía, aquella cercanía lo hacía sentir como cuando experimentaba ingiriendo los hongos exóticos que encontraba en sus investigaciones.
Yuuri no respondió nada, lo tomó del cuello de la camisa para acercarlo más a su rostro. Sus ojos marrones parecían perforar al joven latino, sin moverse un centímetro, narcotizado y hechizado por el canto de la sirena se dejó hacer, su boca se movió al ritmo de Eros.
Sus cuerpos se tumbaron en el pasto, Leo debajo y Yuuri embrocado en sus caderas, ondeando su entrepierna sobre el bulto de Leo.
—Nunca lo he hecho con un chico —Mencionó Leo al separarse un unos segundos de la boca de Yuuri.
—¿Hablas enserio? —Katsuki no sabía si sorprenderse o burlarse, tenía ganas de que el chico tuviese la experiencia antes de abandonar este mundo. Su esposo no estaba y Yuko estaba entretenida con el cerdo infiel de Nishigori, un poco de sexo no le vendría mal.
Se levantó de sus caderas dejando caer el pantalón hasta las rodillas, el trasero era tan bello a la vista de Leo.
—Vamos... aquí lo vas a meter —Se echó al piso en cuatro y tanteo su entrada hasta introducir dos dedos para dilatarse. Por un buen rato olvidaron que se encontraban a la luz de la Luna disfrutando de los placeres de la carne.
A unos metros, alguien los observa tras algunos arbustos, su mirada en la oscuridad podía confundirse con unos ojos felinos; al igual que un Lince con cautela saltó entre las rocas para alejarse del lugar.
—¿Crees que podamos volver a vernos? —Preguntó Leo mientras colocaba sus prendas en su lugar.
—Mira Leo, estuviste bien para ser tu primera vez teniendo sexo anal, pero no creo que haya una segunda vez, lo siento —Tomó el telescopio entre sus manos y lo estrelló en la nuca del inventor.
Cayó boca abajo, no hubo tiempo de respuestas. Yuuri soltó el artefacto y llevó sus manos a la cara.
—Ya no puedo parar —las lágrimas arrasaron sus rasgados ojos, intentando inútilmente controlar su respiración. —Ya no quiero... pero debo, tengo que hacerlo por mí y Yuko —Se dejó caer junto al cuerpo inerte de Leo, jalaba aire con fuerza tratando de controlar su ataque de pánico, apretó sus ojos y recordó cómo los tratantes lo abusaban y golpeaban hasta que Yuko llegó de la mano del "cliente" al que la habían vendido. Celestino le quitó al par de tipos que arrancaban la ropa de Yuuri.
El italiano Cialdini los había rescatado de las garras de los depredadores, Yuko y él la debían fidelidad, se había convertido en su mentor, no iban a defraudarlo en las técnicas de estafa que les enseñó, no podía fallar.
Se levantó decidido, controlando su inseguridad patética. «Nunca más», susurró.
Reunió la fuerza necesaria para cargar al hombre sobre su espalda; tomaría lo que necesitaba y alimentaría a la bestia. Tras llegar a casa cumplió con el cometido y metió las manos en el cofre, era noche de plantar la semilla. Abrió un hueco en el jardín y metió la cajita de madera, ahora esperaría a cosechar la sumisión del conde Nikiforov.
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El consorte del Conde
TerrorA principios del siglo XIX el Conde Nikiforov recibió tierras en la región de Tuapsé en su natal Rusia, en aquel viaje conoció a deslumbrante belleza asiática del cual quedó prendado y buscó insistente desposarse con el Japonés. Así Yuuri de la dina...