Querido Tom:
Hacía tiempo que quería escribirte, pero, quién sabe si por pereza o por falta de tiempo, no me he animado a hacerlo hasta ahora. Sabes que nunca fui muy aficionada a escribir. Siempre he preferido decir las cosas a la cara, aunque contigo no era posible.
Las cosas me van bien. He encontrado un trabajo y he alquilado un piso pequeño cerca del centro. Es precioso, lo que he soñado toda mi vida.
De camino al trabajo paso delante del pequeño café al que solíamos ir cuando éramos novios. ¿Recuerdas lo felices que éramos entonces? A mí me encantaba pedir chocolate con churros y tú solías decirme que conseguiría ponerme como una foca. En aquella época todo me parecía maravilloso. Más tarde comenzó a deteriorarse. No sé si fue culpa mía ni qué acto tan terrible
cometí para que empezaras a insultarme.
Al principio no le daba importancia. Sólo lo hacías de vez en cuando y me obligaba a pensar que era lo normal. ¿Qué ocurrió para que las palabras se convirtieran en golpes? La primera vez que me amorataste un ojo yo no quería salir a la calle. Caminaba con la cabeza agachada y contestaba a quien me preguntaba que me había golpeado sin querer. Recuerdo la vergüenza y las miradas de compasión que me dirigían mis conocidos.
Cuando me llenaste los brazos con las marcas de tu cinturón decidí no salir más con mis amigas. Era verano y yo no me atrevía a mostrar mi piel desnuda. Inventaba toda clase de excusas. Hubiese sido feliz de poder salir y huir de tu compañía, pero estaba atrapada en aquella casa que para mí hacía tiempo que había dejado de ser mi hogar.
Muchas veces me planteé abandonarte, pero temía las consecuencias. Cada vez que me mirabas tus ojos estaban cargados de desprecio y tu boca, de comentarios hirientes. Conseguiste que mi familia dejase de visitarnos. Me aislaste de todos los que quería, pero para ti no era suficiente.
¿Recuerdas la vez que vino aquel muchacho tan simpático a tratar de venderme una aspiradora espantosa? Los celos te dominaron y la única manera que encontraste de calmarte fue golpearme hasta que caí inconsciente. Después, muy amablemente, conseguiste que volviera en mí metiéndome la cabeza en un cubo de agua helada.
A partir de ese día esperé pacientemente hasta que me dejaste sola el tiempo suficiente. Entonces fui a la farmacia y me hice con toda clase de medicamentos. La farmacéutica parecía reacia a venderme tantas cajas de pastillas y sólo aceptó que me llevase una parte. No me importó. Visité varias farmacias hasta que conseguí la cantidad que necesitaba.
Volví a casa dispuesta a acabar de una vez con aquella tortura. Mi único anhelo era que yo ya no estuviese aquí cuando tú llegases. Lo preparé todo, pero antes de empezar a tragar aquel veneno, me fijé en la fotografía de nuestra boda que colgaba de la pared.
Vi nuestros rostros sonrientes. En aquella imagen, tú me mirabas con cariño. ¿Qué hice para que dejases de mirarme así? Había dedicado todo este tiempo a hacerte feliz, pero, ¿qué pasaba con mi propia felicidad? En la fotografía estábamos rodeados de nuestros familiares. Yo echaba mucho de menos a mi familia. Mi madre me llamaba todos los días, pero tú me tenías prohibido hablar con ella.
Así llegué a la conclusión de que yo también merecía un poco de aquella felicidad y que tú no tenías ningún derecho a hacerme sentir como si no valiese nada.
Ese día volviste de trabajar y yo te serví la cena. Te quejaste de que estaba caliente y me llamaste "cerda estúpida". No me importó, de pronto me había hecho inmune a tus insultos.
Esperé hasta que te quedaste dormido. Entonces cogí el cuchillo más grande que encontré y lo hundí en tu repugnante cuerpo una y otra vez hasta que dejaste de temblar. La sangre empapaba el colchón, pero un odio ciego se había apoderado de mí y no me detuve hasta que caí exhausta.
Sin inmutarme, limpié todo rastro que pudiese delatarme, hice la maleta y me fui a casa de mis padres. Mi madre lloró mucho cuando me vio, ¿sabes? Y lloró aún más al ver los golpes que marcaban mi cuerpo. Les conté lo que había ocurrido exactamente, que fue lo mismo que le dije a la policía: tras años de aguantar los malos tratos de mi marido, había decidido abandonarlo.
Sé que fue difícil creer mi historia. Era más que evidente que había sido yo quien te había matado, pero no había pruebas así que quedé libre.
He pensado mucho en eso en este tiempo, incluso admito que he tratado de arrepentirme, pero no lo he conseguido. Quizá porque en el momento en que te arrancaba la vida con mis propias manos fui consciente de que, por primera vez, estaba haciendo lo correcto.
No deseo tu perdón ni escribo esto para redimirme. Lo hago porque deseo acabar con esa etapa de mi vida y ésta era la última pieza que me faltaba por colocar. No sé si me odias, pero espero que sepas que no te guardo rencor. Para mí no eres más que una mala experiencia y aunque todavía tengo pesadillas con tu paliza, confío en que al escribir estas líneas, no vuelva a soñar contigo.
Fue muy duro para mí ir contando a los que me conocían la tortura a la que me sometías cada día. Me avergonzaba admitir que había aguantado aquello durante tanto tiempo. Más adelante llegué a la conclusión de que eres tú quien debes sentirte avergonzado por valerte cobardemente de tu fuerza.
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Una nana para un loco
Short StoryNo pienses en flores rojas. No lo hagas; bórralas de tu mente. Deja de pensar en ellas. No las necesitas, olvídalas. No pienses en flores rojas; no lo pienses. No pienses en hermosas y fragantes flores rojas... No puedes dejar de pensar en ellas, ¿...