Isabel contempló el reloj que descansaba en la pared con gesto crítico.
Las temblorosas manecillas indicaban que ya eran las siete y media de la mañana. Las siete y media, y ella todavía no se había metido en la cama.
Se incorporó y recogió la copa de vino intacta que la noche anterior se había servido. Fue hacia la cocina y vació su contenido en el fregadero. Después cogió la ropa perfectamente colocada en la silla que había en el pasillo y se internó con ella en el baño.
Aquella noche no había dormido, como tantas otras noches, pero en esta ocasión había sido diferente. Normalmente se metía en la cama y dejaba que su mente volase hacia historias aun por narrar. Sin embargo, esta vez no se había sentido con ánimo suficiente para ir hasta su habitación y deslizarse dentro de las frías sabanas de algodón. Había permanecido en su estudio con los dedos en torno a un bolígrafo apoyada sobre un folio que seguía en blanco.
Cogió un cuaderno y un par de bolígrafos y los metió en la gastada cartera que llevaba usando desde que había escrito su primer manuscrito.
Después salió a la calle y se fue hacia el "Café Gijón", como todas las mañanas.
Ocupó una mesa pequeña, pegada a la ventana, y pidió un café al primer camarero que pasó por su lado. Luego extrajo el cuaderno de su cartera, lo abrió y apoyó la punta del bolígrafo en una de sus hojas.
El sol se reflejaba en los ojos de Javier mientras se ocultaba tras los edificios mostrando unos tonos rojizos y violetas en el cielo sin nubes.
Se mantuvo inmóvil como una estatua hasta que el último hilo de luz desapareció, dejando en su lugar una noche fría y sin luna. Después volvió al apartamento y se sentó frente al piano situado en un rincón sombrío de su amplio salón.
Deslizó los dedos sobre las teclas suavemente, como si fuesen de cristal mientras su mente vagaba y recordaba todo aquello que había sucedido apenas tres horas antes.
Él había salido de su casa con intención de visitar a Pablo Méndez, socio de su empresa desde hacía más de cinco años y amigo inseparable desde el instituto.
Prefirió ir andando ya que en ese momento no se había sentido especialmente atraído hacia la idea de ir hasta su garaje, coger su Mercedes y observar las miradas inquisitivas de la gente que se cruzaba en su camino. En realidad no le gustaba llamar la atención de nadie, pero no había sido capaz de resistir la tentación de gastar parte de su fortuna en aquella formidable máquina.
El día había sido especialmente frío, pero Javier detestaba ir abrigado. Siempre llevaba la gabardina desabrochada aunque debajo solo llevase una fina camisa. Se había puesto en macha con las manos enfundadas en los bolsillos y la cabeza levemente inclinada hacia delante, como si quisiese cortar el viento.
Caminó a buen ritmo, incluso algo más rápido de lo habitual. Aún recordaba cómo el aire le había golpeado como una maza helada y había agitado su gabardina desplegándola como si se tratase de las alas de un cuervo.
No había llamado a Pablo para comunicarle que iba a visitarle, no hacía falta. Ambos sabían casi con total exactitud donde se podía encontrar el otro en cualquier momento del día y Javier estaba seguro de que Pablo estaría en el apartamento que tenía en el barrio de Salamanca.
Tardó poco más de media hora en llegar al edificio donde se alojaba su amigo. El portal estaba abierto y Javier no se lo pensó dos veces a la hora de entrar. En su interior se había encontrado con el portero, quien le había saludado afablemente mientras fregaba el suelo de piedra blanca.
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Una nana para un loco
Historia CortaNo pienses en flores rojas. No lo hagas; bórralas de tu mente. Deja de pensar en ellas. No las necesitas, olvídalas. No pienses en flores rojas; no lo pienses. No pienses en hermosas y fragantes flores rojas... No puedes dejar de pensar en ellas, ¿...