La libertad de la mente

19 1 0
                                    


Casimiro contempló todo lo que le rodeaba con el rostro desencajado.

Los edificios se habían convertido en ruinas que bloqueaban las grandes avenidas. Las farolas y los postes habían caído como árboles muertos. Por doquier se extendían cristales, adoquines y demás fragmentos de objetos que difícilmente se podían asociar con lo que fueron antaño.

Casimiro anduvo entre aquellas montañas de escombros sin entender lo que había ocurrido. De pronto el barullo de las calles había cesado, los pitidos de los coches se habían silenciado, el viento helado se había cortado de golpe y la luz del sol se había extinguido.

Ahora todo era gris. Casimiro contempló sus manos y las halló también grises y muertas. Tomó aire. Un aire vacío, carente del oxígeno que necesitaba.

¿Cómo podía seguir viviendo entonces?

Alzó las manos hacia su cabeza y tocó su pelo. Anteriormente había sido suave y sedoso pero ahora era seco y lacio. El tacto era similar al de las cerdas de las escobas.

De pronto le entró el pánico. No se debía únicamente al desastre que le rodeaba ni al hecho de que todo lo que antes era luz ahora fuese sombra.

Era porque estaba solo.

Intentó gritar para poder llamar a alguien, pero la voz había muerto en su garganta. Quiso efectuar cualquier tipo de sonido, pero no logró oír nada. Temió haberse quedado sordo, pero comprobó que ese no era el único sentido que le fallaba. No era capaz de oler nada. La atmósfera había perdido todo el aroma que tuviera antes. Comenzó a respirar agitadamente con absoluta desesperación.

¿Qué estaba pasando?

Sin poder controlarlo, echó a correr. En su mente se dibujaba el recuerdo de cómo sonaban sus pies cuando chocaban contra el suelo y de cómo sus pulmones se inflaban y desinflaban rítmicamente cuando iba aumentado la velocidad. Pero solo le quedaba el recuerdo porque todos los sonidos habían dejado de existir.

El resto de la ciudad tenía el mismo aspecto. Todo gris, todo derruido, todo solitario. Cayó de rodillas notando como las lágrimas asomaban a sus ojos, pero de ahí no pasaron. Tocó sus mejillas en busca de las pequeñas gotas de agua que debían estar deslizándose por ellas, pero no halló nada. Arañó su piel con impotencia como si así fuese a conseguir que las lágrimas brotasen.

Intentó serenarse, si entraba en estado de pánico no lograría nada. Se puso en pie e intentó hacer memoria del desencadenante de todo aquello. No recordaba nada; todo había estado bien y al instante siguiente se había transformado en polvo.

Lo primero que le vino a la cabeza es la posibilidad de que hubiese estallado una bomba, pero no recordó haber oído o sentido la explosión y, desde luego, de ser así él no habría sobrevivido. Además, un incidente de esa magnitud habría dejado víctimas, pero allí no había nada ni remotamente parecido a un ser humano.

Eso también descartaba la idea de que hubiese sido una explosión nuclear.

Miró hacia el cielo y comprobó que era gris, como todo lo demás, como él mismo. Aquello parecía una historieta sacada de un periódico.

Paseó por lo que antes fueron calles con las manos enfundadas en los bolsillos. El hecho de que no pudiese hablar le estaba volviendo loco. Ahora sólo su mente era su compañera.

No quiso pensar en lo que ocurriría más tarde. ¿Qué pasaría cuando necesitase comida o agua? El mundo se había convertido en una pila inservible de basura. No sabía dónde podría encontrar algo que le fuese útil.

Una nana para un locoWhere stories live. Discover now