Ruidos raros

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Estaba destrozada. Los pies me estaban matando y Jorge tenía casi peor cara que yo. Habíamos adelantado las compras de Navidad para evitar las enormes colas y el gentío y, como no podía ser de otra forma, la ley de Murphy nos pegaba en la cara pues parecía que todo el mundo había pensado lo mismo, a pesar de ser mediados de octubre. Si es que no era normal aquello. Gente, colas y esperas, lo normal aunque en fechas más raras. 

―Cariño, recuérdame que el año que viene no celebremos la Navidad ―me dijo mi marido resoplando y dejándose caer en el sofá.

―Vale ―contesté sentándome a su lado.

Las bolsas habían sido abandonadas en el suelo del salón. La casa se escuchaba muy silenciosa. Tal vez demasiado teniendo en cuenta que habíamos dejado a Joaquín, mi hijo de trece años. Raro era que no estuviera viendo la tele o escuchando la radio, pero lo cierto es que estaba teniendo una época muy extraña. Más extraña aún que la adolescencia normal y que yo recordaba haber tenido.

Sin embargo, como esperando llevarme la contraria, empezamos a escuchar un ruido muy raro. Sabía que Jorge también lo había escuchado porque su cabeza pasó de estar tranquilamente posada sobre el respaldar a mirarme fijamente.

―Cooooooño me he mareao ―dijo de pronto por el movimiento tan brusco que había hecho. Negué con la cabeza.

Volví a aguzar el oído. Efectivamente, seguían esos ruidos extraños que me di cuenta de que provenían del cuarto de mi hijo. Miré a mi marido con el ceño fruncido, él tenía casi mi misma expresión.

―¿Esos son... gemidos? ―pregunté titubeante.

Jorge se concentró en los sonidos y lo vi de repente apretando los labios, intentando reprimir la risa. Probablemente Joaquín no nos había escuchado llegar y creía que seguía solo en casa.

―Tenemos que hablar con él, Jorge.

―¿Qué? ¡Deja que acabe el chiquillo!

Me puse la mano en la cara y negué.

―No estoy hablando de eso, tonto. Pero se hace mayor, la semana que viene cumple catorce y acaba de entrar en el instituto, y ahora... pues eso, que tenemos que hablar con él y que sepa lo que hay en el mundo.

―No creo yo que no sepa lo que hay...

―La semana pasada quería ser un pony ―lo interrumpí abruptamente.

―Sí, eso es...

Levanté la mano para acallarlo.

―Podré terminar... ―intentó hablar de nuevo.

―¡Shhhh!

De nuevo agudicé el oído, haciendo el absurdo gesto de inclinar la cabeza un poco como si eso me diera más poder auditivo. Él hizo lo mismo que yo, aunque yo sabía que no estaba escuchando nada.

―¿Estás escuchando cómo tu hijo se masturba?

No tuve más remedio que pegarle un golpe en el brazo por aquello.

―No se está masturbando. Escucha.

Capté su atención inmediatamente. Fue entonces cuando decidió por fin levantarse y acercarse a la puerta de la habitación de Joaquín, donde pegó un poco la oreja. Me hizo una señal con la mano instándome a acercarme. No lo dudé y fui hacia allí.

―¿Qué sonidos está haciendo? ¿Está cantando pegando gallos? ―me preguntó en un susurro.

―Ah, ah, ah, my Little pony, ―se escuchaba desde dentro, efectivamente con bastante poca afinación―, me preguntaba qué era la amistad my Little pony...

Fruncí el ceño una vez más y también una vez más pillé a mi marido aguantando la risa.

―Escucha, escucha ―susurró de nuevo para llamar mi atención y callar mi posible regaño―. ¡Está relinchando! ¿Esos son los sonidos que escuchábamos? ¿Relinchos?

Supe que tenía razón. Como siempre que trataba de controlar mi genio me apreté el puente de la nariz pinzándolo con dos dedos y respiré hondo.

―¡Se acabó! ―dije de pronto sobresaltándolo.

Abrí la puerta de la habitación de mi hijo y entonces lo vi. Allí con un pelucón morado y lo que parecía un cuerno de unicornio hecho de gomaspuma sujeto con una gomilla elástica en la frente.

―¡José Joaquín! ―casi grité.

Él me miró con los ojos muy abiertos. Desde luego no nos esperaba.

―¡Mamá! ¿Qué, qué...? ―Al pobre no le salían las palabras, casi me da pena pero aquello no podía ir a más porque en el instituto iba a ser carne de cañón. ¡Y qué carajo! ¡Que no iba a ser un caballito!

―José Joaquín ―repetí un poco más tranquila―. ¿No te he dicho ya que no podías ser un pony?

―¿Pero... pero...?

―Pero nada, Joaquín. Te aseguro que cuando de mayor te acuerdes de este momento me lo agradecerás y mucho. No se hable más. No. Serás. Un. Pony. ―Ya no sabía cómo decírselo. Esperaba que así se enterara.

―¡Papá! ―apeló a mi marido buscando de nuevo apoyo.

Jorge, con toda la tranquilidad que lo caracterizaba, sacó el móvil del bolsillo de su pantalón, lo preparó y le sacó una foto a nuestro hijo. Sonreí sin poder evitarlo.

―Tu madre tiene razón, Joaqui. La foto es por si intentas bloquear estos recuerdos para poder enseñarte la prueba.

Salimos de la habitación, no esperando respuesta alguna, dejando la puerta entornada. Él me miró y suspiró.

―Ahora casi prefiero que se hubiera estado masturbando. 



Nota de autor: Este capítulo dedicado a Dani, con mi cariño, que para eso ella fue quien me retó a hacerlo. 

Mi chico PonyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora