Los anfitriones

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—Príncipe —una encantadora voz, dulce y suave, muy maternal, lo despertó con tranquilidad de su sueño, gradualment—. Príncipe, levántese. Ya es hora de la cena.

Jungkook pensó que el techo no se parecía al techo de su habitación. Ni la voz podía ser la de su madre… Su madre llevaba muerta doce años.

—Príncipe, ha dormido un día entero. Ya es momento de regresar a este mundo, que llamamos realidad —Jungkook empezó a pensar a toda velocidad, pero sin sentido alguno. ¿Dónde era que estaba? —. Aunque yo pienso que la verdadera realidad son los sueños, y aquí no estamos sino soñando. ¿Ha pensado que al momento de morir realmente estamos despertando definitivamente en la verdadera realidad, príncipe?

Su madre también adoraba soñar despierta. ¡Pero estaba definitivamente muerta!

Jungkook tomó aquello como motivación para levantarse. Se incorporó abruptamente y se ganó un dolor de cabeza espantoso.

Se encontraba solo en una habitación, sin rastro de ninguna mujer. Era un cuarto muy grande, de forma circular, con las paredes plagadas de antorchas que ya estaban encendidas. Había dos ventanas largas, casi de techo a piso, relativamente delgadas, por las cuales observó que acababa de anochecer (en el horizonte, el cielo estaba anaranjado) y que se encontraba en un tercer o cuarto piso, pues podía ver las copas de la mayoría de los árboles del bosque.

A juzgar por la redondez de la habitación, juraría que se encontraba en una torre, pero pequeña. Algo parecido a un campanario antes que a la estructura de un castillo.

¡Claro! ¡Estaba en la mansión, perdida en la profundidad del bosque!

Anoche había perdido la consciencia con un golpe, pero, ¿qué había pasado después? ¿Realmente llevaba un día durmiendo?

…Eso significaba que el dueño de la mansión… No era hostil, ¿cierto?

Recordó a los gatos y tuvo la determinación de ir en busca de ellos y ofrecerles algo de comida, por lo de la patada de la que se arrepentía dolorosamente. Llevaba un poco de carne seca en las cosas que había dejado en su caballo, allá afuera.

Tenía que llegar afuera.

Jungkook encontró su ropa sobre una silla acojinada en terciopelo negro, limpia y doblada. Se la colocó y salió de la habitación a hurtadillas, nervioso de chocar con algo o tropezar nuevamente.

Afuera lo esperaban unas escaleras de caracol de mármol blanco y lustroso, y después de bajarlas se encontró en otro largo pasillo, estrecho, con ventanales que daban hacia un jardín interior de rosas rojas, techado en cristal. Al final del pasillo se encontró con una pequeña estancia vacía, antesala de tres puertas de madera obscura. Sólo una de ellas estaba abierta, y la iluminación que había en aquella habitación era tanta que la luz se desbordaba por el marco de la puerta.

Jungkook ya no quería ser tan curioso, pero asomó la cabeza con timidez.

Era un salón comedor enorme: había un candelabro hecho de cadenas de hierro de eslabones finos en forma de lágrima, con más velas de las que Jungkook había visto en su palacio. Además del candelabro principal, había alrededor de treinta candeleros pequeños, adornando paredes, estantes y superficies.

Toda la pared a su izquierda era un cava: rombos de madera fragante contenían cada uno una botella, y en total conformaban una colección de cientos de bebidas, de diferentes colores. El suelo en esta habitación era de rocas y la mesa era de madera toscamente labrada, al igual que las sillas.

La Casa de los Gatos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora