Capítulo 1

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Kongpob levantó las solapas de su abrigo para que le cubriera el cuello, acurrucándose cuando la brisa fresca lo golpeó con fuerza. El clima estaba cada vez más frio durante el día, especialmente en esas primeras horas de la mañana, cuando los rayo del sol aun no calentaban el suelo a su alrededor. Y el delgado plástico hacia muy poco para evitar que el frío se filtrara en su cuerpo.

Kongpob abrió lentamente los ojos en la oscuridad. Su cuerpo aún no estaba listo para despertarse, pero lo escalofríos le hicieron imposible conciliar el sueño. Él presionó su espalda contra el muro sólido de ladrillos mientras dejaba escapar un suspiro, dejando escapar los últimos rastros de somnolencia en él, mientras trataba de adivinar la hora.

Estaba totalmente oscuro, y no había rastros del amanecer por lo que debían ser alrededor de las tres de la mañana. Aunque, con la gruesa y amenazante capa de nubes sobre el cielo, escondiendo la presencia de la luna, era difícil estar seguro de ello.

Otro suspiro salió de su garganta mientras seguía observando el cielo. Si las nubes no se despejaban, el frío seria la menor de sus preocupaciones.

Durante tres años que llevaba viviendo en las calles, definitivamente, aprendió que el desafió más difícil de ese tipo de vida, era luchar por encontrar un refugio cuando la lluvia helada caía sobre el suelo. Un desafío que rara vez lograba superar.

Kongpob se levantó del suelo irregular y enrolló cuidadosamente la cama improvisada de plástico que había estado usando por casi un año. Caminó hacia el gran contenedor verde de basura y lo escondió detrás de este, ocultándolo con recelo junto a otras de sus posesiones más preciadas. Y, en realidad, las únicas que tenía. Entre estas estaba una caja de cerillos, una botella con un par de sorbos de licor para las noches demasiado frías, y un sartén sin mango que guardaba con la esperanza de que algún día pudiera utilizarlo para comer una comida caliente. Además de eso, una camisa que encontró en una esquina, mientras era arrastrada por el viento, un zapato, y un cuchillo. Un arma a la que no quería tener presente el posible uso que le daría, pero sobre todo, que esperaba que no le robaran.

Por fortuna, en los siete meses en los que había estado refugiado en ese callejón, no se encontró con problemas demasiado graves. Aunque, tal vez, en algunas ocasiones, se reunían ahí un pequeño grupo de drogadictos que amenazaban con apoderarse de su nuevo hogar. Algo que lo obligaba a buscar otro lugar donde pasar la noche. Pero, en general, era un buen lugar. Incluso los vagabundos evitaban los pequeños espacios abandonados entre los edificios, esos donde usualmente había grandes botes de basura. Y eso le parecía perfecto a Kongpob.

¿Qué tan malo era un poco de mal olor cuando eso le aseguraba seguridad por una noche entera? Especialmente cuando Kongpob adoptó a un par de gatos callejeros que lo cuidaban de las ratas por la noche.

Una ventaja extra de ese callejón era que estaba cerca del pie de un pequeño arroyo. Uno que seguramente debía estar repleto de deshechos de todo tipo de productos químicos porque el agua siempre estaba caliente, incluso aunque la noche fuera helada. Pero a Kongpob eso le importaba poco, después de todo, agua era agua. Y no había nada mejor que limpiar de vez en cuando su cuerpo apestoso. Algo que era importante cuando quería buscar trabajo.

Otro inconveniente de la lluvia, era ese. Nadie quería emplear a un hombre de la calle. O mejor dicho, a un adolescente. O ¿cómo se definía a un chico de diecinueve años que lucía menor? Pero eso no importaba, su edad lo hacía demasiado viejo para estar en un centro de ayuda juvenil, y muy joven para obtener algún trabajo real. Y, aparentemente, lucia muy sano para ser considerado un vagabundo.

Eso no significaba que Kongpob hubiese querido mendigar, pero eso simplemente no se le daba. Era muy tímido, se avergonzaba y cohibía al extender la mano a cualquiera que pasara. Algo que básicamente lo dejó sin ninguna moneda. Y si todas sus demás opciones fallaban, tenía que recurrir a buscar algo comestible en algún basurero. En ocasiones tenía suerte, en otras no. Pero algo que siempre lo acompañaba como su fiel compañero, y algo con lo que Kongpob ya se sentía bastante familiarizado, era la sensación angustiosa de hambre en su estómago.

De vez en cuando el destino le sonreía. Al igual que ese día.

Kongpob encontró un trabajo a primera hora de la mañana. Este consistía en ayudar a una familia muy amable a mover sus muebles. Ellos lo alimentaron varias veces y le pagaron más de lo acordado inicialmente. Y eso no fue todo, el padre de esa familia le había donado su viejo abrigo.

Kongpob casi podía sentir sus respiraciones agitadas, no sabía cómo lidiar con tanta felicidad en su pecho mientras regresaba a su callejón y contaba los billetes en efectivo que había recibido.

Sus músculos estaban adoloridos, pero eso no significaba que el sueño sería más fácil de conseguir. Pero, por ese momento, Kongpob no estaba preocupado por la fría noche, en cambio, estaba mordiéndose su labio inferior para evitar que una sonrisa boba se apoderara de su rostro.

Kongpob se recostó en una esquina oscura y solitaria, con la humedad de la pared rosando su espalda y filtrándose por su ropa, cuando él escuchó el sonido familiar de un automóvil acercándose por la carretera desierta a alta velocidad. Y bastó unos segundos para que la luz de los faroles de ese automóvil rojo brillante cegara sus ojos.

El automóvil se detuvo lentamente, revelando el rostro sonriente de un hombre detrás del volante.

—Hola, cariño.

El hombre del automóvil rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora