Implicado

169 11 0
                                    

Ante lo ocurrido en la fiesta, decidí poner cartas en el asunto. Si lo dejaba en manos del destino, la damisela nunca sería mía. De alguna forma, las absurdas historias del conde calaban más en las diminutas mentes femeninas que mi título y encanto. Concedí a Marion la oportunidad de caer ante mis pies con una educada invitación a pasar una velada conmigo. Su acompañante también estaba claro, al igual que mi escolta, pero todavía nos dejaban un poco de espacio para que habláramos sin ser escuchados, lo más parecido a la privacidad que conseguiría con la joven. 

Cuando la fui a recibir, estaba tan radiante. Sus cabellos, sus ojos, su piel... todo en ella era encantador. De alguna manera, se sentía a mi altura. Estaba convencido de que su lugar era conmigo, su porte gritaba que estaba hecha para reinar. Reuniendo valor, paseamos por mis jardines, con toda la intención de impresionarla con mis posesiones. Sin embargo, no olvidé mi objetivo principal, y con cuidado le pregunté qué era lo que veía en el conde, de qué manera podría ser mejor que yo. 

Pero en cuanto salió a relucir su nombre, la perdí. Sus ojos se desviaron para pensar en él, su voz bajó como si fuera un secreto, y me dijo que le gustaba. Que era gallardo, valiente, divertido, y un montón de estúpidos cumplidos más. Se deshizo allí delante de mi, perdió todo lo que la hacía ella y se convirtió en una cosa extraña. De repente, parecía más joven, más ilusa, y absolutamente fuera de mi alcance. Me molesté, de hecho, estaba enfurecido. Con ella, con él, conmigo, con el mundo. Supe entonces que no sería mía, nunca. Estaba perdidamente enamorada de ese bastardo. 

Y allí estaba yo, enamorado de ella, viendo mi futuro caer en pedazos. Hablé sin pensar, amenazando a su padre, su casa, su título. Nunca vendría a mi voluntariamente, y la realidad de eso me golpeó. Seguro que fue mi tristeza la que habló allí, la que envenenó mis palabras. Pero la razón no importaba, porque cuando Marion salió de mi hogar, estaba horrorizada. Había saboteado cualquier pequeña oportunidad que pudiera haber tenido de conquistar su corazón. 

Me enclaustré en mi habitación durante días. Mi nuevo amigo el sheriff apareció en mi casa preguntando por mi salud, cosa que me conmovió al mismo tiempo que me preocupó, porque si una mente pequeña como la suya se daba cuenta que algo andaba mal, todo el reino lo sabría. Pero debía sacar mi dolor, y se lo conté todo. Sorprendentemente, me animó. Aseguró que nadie en esta década se casaba realmente por amor, sólo por dinero. Que daba igual lo que pensara la dama, únicamente importaba el padre, el poseedor de su mano. Y en la conversación, surgió una idea tan brillante como aterradora: eliminar a la competencia. Me resultó momentáneamente perturbador que el sheriff pensara tan rápidamente en matar a alguien por conveniencia, pero mi mente aturdida no le dio la suficiente importancia. De hecho, hasta creo recordar que estuve de acuerdo. 

Planeamos, allí mismo, un asesinato. Sin testigos, en privado, ni siquiera tendría que estar presente. Conocía a gente dispuesta a servir al futuro rey. A mí. No recuerdo los detalles, pero tampoco creo que me interesaran si me los hubiera contado. Le dije que lo hiciera, mientras volvía a intentar curar mi corazón roto. 

Días después, supe que el asesinato fue infructífero. Un ligero peso se disolvió sobre mis hombros, pero otro mayor se posó allí: la derrota. Y era tan amarga que casi prefería el anterior. El sheriff vino de nuevo, con otro plan. Volví a aceptar, con un poco más de rabia. Marion no me había dirigido la palabra durante toda una semana, incluso difundió rumores asquerosos sobre mí. No era violento, nunca le levanté la mano, sólo la voz. Una dama debería poder soportar un grito o dos. 

Pasaron de esa manera varios intentos de asesinato. Aún sin saber los detalles, empezaba a pensar que o bien el conde era sorprendentemente hábil, o el sheriff increíblemente torpe. Me inclinaba más por lo segundo, ya que un conde por definición no sabía hacer mucho más que hablar, más si se trataba de Locksley. De nuevo, yo mismo tendría que hacer algo al respecto. 

Un consejo para la posteridad: No confíes a otro lo que puedas hacer por ti mismo.

Persiguiendo a Robin HoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora