Parte 8

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El rizado observó a su madre, recargado desde el marco de la puerta miró la silueta de la mujer ir de un lado al otro en la espaciosa cocina. Picando cebollas y tomates para añadirlos a lo que sea que estuviera friendo en la sartén.

Se sentía pequeño, por más que su altura fuera mucha más que la de la contraria y casi topará el marco, se sentía diminuto.

— Mamá, ¿Puedo hablar contigo un momento?

Amapola levantó la mirada mirando a su hijo, le dio la sonrisa más dulce que una madre podía manejar y bajando el fuego le indico que se acercará.

— ¿Te ocurre algo, cielo?

— Nada o bueno... Yo... —comenzó a balbucear, deseando haberle pedido un consejo sobre como iniciar esta charla a cierta castaña.

— Dame un momento —pidió la mujer dándole la espalda para mover la carne que comenzaba a desprender su olor por todo el lugar.

— Quiero hablarte sobre, Audifaz —Aristotéles percibió como su madre se tensó unos segundos, la mano con la que sostenía el cucharón de madera le temblaba.

— ¿Qué-qué quieres saber? —tan bajo como fue capaz, salió la pregunta. Se sintió despreciable al hacer pasar un mal momento a su madre, pero era necesario.

Necesitaba dejar las cosas claras, no solo por su bien si no también por el de ella  Incluso por el de Arquímedes.

— Fui a visitar su tumba... Y le dije todo lo que no le dije cuando estaba vivo.

— ¿Qué dijiste específicamente? —volvió a preguntar la mujer.

— Que lo odiaba —esa repuesta fue como un cuchillo clavándose en el corazón de la mayor, pero dejó que el menor siguiera—, le reproche todas las veces que me puso una mano encima, lo culpe de lo que soy... De lo que me he convertido.

— ¿Y... En qué te has convertido? —a este punto los ojos de Amapola estaban llorosos, luchando por contener las lágrimas.

— En una basura. En un tipo tan horrible como lo era él. No sabes cuánto me odie, deseaba con desesperación poder quitarme su asquerosa sangre para sentirme un poco mejor... Creí que odiandole y aborreciendole me sentiría menos miserable... Creí que... Creí que —un nudo se atravesó, miró a su madre. Su cuerpo temblaba, la hornilla hace rato dejó de estar encendida y la carne seguramente estaría medio cocida.

— ¿Qué creíste, Ari?

— Creí que si le hacía lo mismo que él me hizo a mí a los demás, yo... Me sentiría mejor —y ahora se venía dando cuenta de lo que le dijo Alai ese día.

Ellos no tenían la culpa de lo que le había sucedido. No estaba tan lejos de ser como Audifaz después de todo. Cometía los mismos errores de su progenitor.

— ¿Los golpeaste? —salto a conclusión, tratando de no horrorizarse.

— ¿Qué? ¡No! ¡Por supuesto que no! Yo solo... —la desesperación lo abruhumo, tiro de su cabello—, solo les dije lo que él siempre decía, los intimidaba pero te juro que... Que nunca les puse una mano encima —estaba pidiéndole a su madre que le creyera que él no había llegado tan lejos, que aún tenía un poco de humanidad. Que era alguien que se equivocó y que estaba arrepentido—. ¿Mamá? ¡¿Mamá dime algo?! ¡Lo que sea! Por favor di algo.

El llanto se desató. Una serie de sollozos ahogados salieron del menor, sus manos tomando con fuerza el mármol de la encimera.  Mirando como los hombros de la mujer se sacudían violentamente, ella ahogándose también en el silencio.

— Perdón... —susurró la mujer, dando la vuelta lentamente. Aristóteles se quebró un poco más.

Ella, la mujer que lo trajo al mundo. La que siempre sonreí ante sus logros y los celebraba como si fueran de ella. La que le decía que los monstruos no existían y que eran producto de su pequeña imaginación. La que lo curaba con los ojos llenos de culpa cuando su padre lo educaba. La que lo beso y arropó cada noche de su vida. La que siempre lo amo y que sufrió con él en silencio.

T o m b o y ✿ A r i s t e m oDonde viven las historias. Descúbrelo ahora