23 - Un día familiar

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Abroché el cinturón en el asiento del copiloto y miré hacia adelante, esperando que comenzáramos a rodar. Tras varios segundos sin notar más movimiento que el del limpiaparabrisas, miré a mi izquierda. Adela observaba mi rostro desde el volante con la boca abierta.

—¿Otra vez, Gabriel? ¿Eres miembro del Club de la Pelea o algo?

Me había visto al espejo esa mañana: el lado izquierdo de mi cara era una ruina. Un poco de povidona yodada extraída del casi inexistente botiquín de Javier, aplicada con papel higiénico sobre la herida abierta, había sido todo el tratamiento que había podido dar a los estragos de la pelea de la noche anterior, pero en lugar de mejorar mi aspecto solo había logrado dar una tonalidad amarillenta a toda el área alrededor de mi ceja.

—Sin comentarios.

—"Primera regla del Club de la Pelea, nadie habla del Club de la Pelea..." —citó ella, encendiendo el motor—. Pero tratándose de ti, creo que puedo adivinar qué sucedió: ¿novio celoso?

—De hecho, sí... —Javi me había contado lo que había pasado, o al menos lo que era capaz de recordar. Aparentemente había intentado sacar su primer clavo con otro clavo que ya estaba en muy buenos términos con un martillo.

El Club de los Patas Negras, entonces. Por qué no me extraña...

—Sé que no tienes la mejor opinión de mí, pero para dejar constancia: yo solo intervine para separar una pelea y me llevé esto de regalo.

—¿No usaste tu Karate?

—Judo. Y sí, pero aparentemente aplico demasiado literal eso de "nunca dar el primer golpe".

—Al menos no te cuesta dar el último. Martín todavía se queja de dolor de costillas por el porrazo del otro día.

Chequé su expresión para evaluar si había resentimiento, pero permanecía impasible, atenta el camino. Me había escrito un mensaje esa mañana ofreciendo pasarme a buscar para que termináramos la entrega de Taller en su —con toda seguridad— acogedora casa. El diluvio no había amainado y las temperaturas habían bajado ostensiblemente, por lo que trabajar en nuestra escuela de Arquitectura, que irónicamente era famosa por la pobreza de sus instalaciones, era una tortura que ninguno de los dos estaba dispuesto a soportar si existía una alternativa.

—Por cierto, ya puedo devolverte el teléfono. Llegando a tu casa te lo paso, muchas gracias por el préstamo.

Esta vez sí sacó la vista del camino.

—¿Tan pronto? ¿Ya no lo necesitas?

—Es que ya tengo un teléfono nuevo. No es la gran cosa, pero cumple —expliqué, mostrándoselo. Intencionalmente omití que había sido un regalo de Sara, no quería darle más municiones, pues ya me tenía por gigoló.

—Ah... —Adela se quedó en silencio, como reflexionando sobre algo. Nuestra única compañía era el ruido del motor, de los limpiaparabrisas y de la lluvia golpeando la carrocería.

La verdad era que sí necesitaba su teléfono. Necesitaba su cámara, su velocidad, su confiabilidad. El teléfono que Sara me había regalado tenía un enorme valor sentimental y sostenerlo en mis manos me hacía feliz, pero mis experimentos con su cámara habían dado resultados muy poco satisfactorios: fotos deslavadas y borrosas en condiciones favorables, y un festival de pixeles y ruido en los casos opuestos. Además, las aplicaciones más exigentes en recursos sufrían un notorio desfase entre acción y resultado, o se cerraban de forma repentina. Sin embargo, las condiciones del préstamo del teléfono de Adela eran claras y lo correcto era devolverlo.

Un par de mensajes entraron en ese momento, ambos de Sara: el primero preguntaba por el estado de mi ojo y el segundo sólo contenía emoticonos con corazones y besitos. Sonreí al verlos, sintiendo mi pecho llenarse de una sensación cálida y feliz que me tomó completamente por sorpresa. Toda mi vida había sido un niño solitario —como hijo único con padres luchando por mantener un matrimonio sin futuro, como alumno estudioso en un colegio donde siempre me sentí un extranjero (mamá me había metido en un colegio privado, a costa de muchos sacrificios, donde nunca encajé realmente) y como estudiante universitario plenamente centrado en sus logros académicos—, pero no me había dado cuenta de lo solo que estaba hasta ese momento. Por primera vez me sentía acompañado y querido, y la sensación me provocaba una especie de alegría melancólica que me tenía al borde de las lágrimas. Repentinamente ya no quería estar allí, sino junto a Sara, abrazándola.

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