Capítulo 3: Jack Jones.

27.2K 1.5K 128
                                    

Hacía años que no dibujaba. Recuerdo que de pequeño no había profesor ni padre que consiguiera arrancarme el lapicero de las manos, y por lo tanto yo pasaba los días llenando hojas y hojas de dibujos y garabatos. Gané un concurso a los siete años, y como premio me llevé un maletín de lápices de colores. El problema fue que nunca me gustó pintar con lápices de colores. A los diez años volví a retomar el dibujo y, aunque menos, también la pintura, y poco después volví a ganar otro concurso en el que recibí una beca para una escuela de arte y, en el caso de que no me interesara, clases gratis durante un semestre por parte de una de las profesoras del centro. Rechacé ambas ofertas porque a) la escuela de arte estaba en Galicia y yo nunca había salido de Asturias y b) no quería que nadie me dijera cómo y qué tenía que dibujar. Yo no lo hacía porque sí, ni porque se me diera bien. Yo dibujaba cuando tenía la necesidad de hacerlo, cuando me venía algo a la cabeza y no encontraba otra forma de contárselo a aquellos que me rodeaban. Mis ganas de dibujar no se verían en absoluto motivadas por unas clases que me obligaran a hacer algo que me gustaba a todas horas.

        Desde entonces, no volví a coger un pincel, ni un lápiz. Hasta ahora.

        Cuando Pinkie me habló de ella, de su burbuja y su posición frente a la corriente que seguía el viento, no hice otra cosa que salir corriendo en cuanto me dijo su nombre, para sacar de debajo de mi cama un block que ya estaba cubierto de polvo y subir hasta el ático a dibujar. A dibujarla.

        Nunca se me había dado bien retratar a personas, pero con ella resultó ser muy sencillo. Pinté un primer plano de su pálido rostro, siendo meticuloso hasta en los detalles más insignificantes, como la pequeña curvatura de su labio inferior y la ceja izquierda, que por alguna razón siempre estaba levemente alzada. Recogí su pelo en una coleta, como ella hacía, y sus ojos los dejé al descubierto. En las pupilas, y solo podía distinguirse si realmente te fijabas, y si realmente querías, dibujé hojas de otoño volando de un lado a otro, siguiendo una corriente distinta cada una de ellas, como si el viento soplase hacia todos lados y al mismo tiempo hacia ninguno.

        No quedó como yo esperaba. Pero quedó bien.

        Debían ser las diez de la mañana. Mis padres ya se habían marchado a trabajar y yo tenía la casa para mí solo. Recibí una llamada de N., justo cuando estaba colocando el tocadiscos en su sitio y guardando los vinilos en sus estantes correspondientes. No contesté, y saltó el contestador.

        "Sé que estás ahí, tío. Leyendo, escuchando Jazz, o lo que mierdas hagas. Pero el caso es que mis padres han decidido marcharse de vacaciones sin mí -acabaron cumpliendo la promesa con respecto a que si me quedaba alguna asignatura, no saldría de aquí el resto del verano- y se me ha ocurrido la brillante idea de que podríamos ir a Escopeta, ya sabes, el sitio de discos y películas de segunda mano en la plaza del barrio, ese que es subterráneo, nos lo recomendó P. Dime si puedes, o de lo contrario iré hasta tu casa para arrastrarte yo mismo."

        N. Siempre había sido muy directo. Y de alguna forma u otra, habíamos acabado haciendo un pacto silencioso que consistía en que cuando me llamara para salir, yo debía estar listo cinco minutos después porque él estaría tras mi puerta para entonces.

        Y eso fue lo que hizo.

        -He oído que reponen el material diariamente, o sea que es cuestión de suerte encontrar algo que nos guste. O quizás millones de cosas que nos gusten. ¿Te imaginas? Kill Bill, La Naranja Mecánica, El club de la lucha... Ha de ser fantástico.

        N. siguió imaginando cómo podría ser Escopeta mientras nos acercábamos cada vez más a ella. Gesticulaba constantemente cuando hablaba, lo que sucedía muy a menudo, y también giraba de un lado a otro la cabeza cuando hacía preguntas retóricas. N. era alto, una cabeza o dos más que yo, y musculoso. Podría haber jugado al baloncesto si se le hubiera antojado, pero el caso es que odiaba los deportes. Y vestía ropa negra, complementos góticos y un peinado Punkie. No tenía un estilo definido, y al mismo tiempo él creaba su propia tendencia.

        A Escopeta se accedía a través de unas escaleras que conducían al Asturias subterráneo. Era algo así como una boca de metro, aunque de esas por aquí no las había. El interior de la tienda se dividía en dos secciones separadas por unas paredes de cristal. En una de ellas se encontraban todas las películas y CDs, y en la otra los vinilos. La caja se encontraba en una tercera sección, aislada de las otras dos por unos paneles.

        Nada más entrar supe que aquella tienda era para pasar horas y horas buceando entre buen material. Y no esperaba salir de allí en un periodo de tiempo menor, dado que N. era mi acompañante y gran fan de las macro tiendas de segunda mano.

        -He conocido a una chica -le dije después de un cuarto de hora, cuando yo ya había recorrido la tienda entera y él seguía por el primer montón. Dejó de mover los dedos entre las películas en cuanto lo dije. Se giró lentamente hacia mí y elevó mucho las cejas.

        -¿Tú? ¿Una chica? O sea... ¿Una chica real?

        -Sí, sí.

        En parte era cierto que yo no solía encajar con personas de otro sexo, o con personas en general, a excepción de N., y a veces P. Este último era un amigo de N., al que yo veía casi todos los fines de semana, y nos entendíamos bastante bien. No tanto como N. y yo entre nosotros, pero mejor que yo y el resto del planeta.

        -¿Y cómo has dicho que se llamaba?

        -Es Pinkie -al ver la cara de desconcierto de mi amigo, decidí que debía volver a formular mi respuesta-. "La Pelirrosa".

        -¡Ah, sí! Espera, ¿la conoces? ¿De qué?

        -Hace un par de días que hablé con ella. No es tan rara como todo el mundo piensa, quiero decir, es como cualquier chica normal pero con el pelo rosa.

        -¿Y de qué hablasteis? Macho, estas cosas tienes que contármelas en primicia, que son noticias padre.

        -Eres el primero en saberlo.

        -Sí, sí, ¿y qué?

        -Hablamos de la gente.

        -¿Y?

        -Nada más -no podía decirle que la había visto admirar a una pareja de golondrinas, y tampoco que me había llevado hasta su cueva secreta-. Eso es todo.

        N. se encogió de hombros y negó con la cabeza. Quizás porque pensó que una chica que no hablaba de nada no era lo suficientemente buena para mí. O quizás porque no entendía que yo no hablara de nada con una chica como ella.

Nebraska.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora