Capítulo 10: broken.

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Siempre había idealizado los viajes en tren. Los imaginaba como trayectos de película, en los que el protagonista contemplaba el frío paisaje exterior a través de la ventana y se abrazaba a sí mismo para no sentirse tan solo.

Ahora yo era ese protagonista, que en lugar de mirar por la ventana sacaba el brazo a través de ella y dibujaba ondas con él.

Viajar en tren era tan bonito como lo había soñado. Me gustaba observar al resto de pasajeros e imaginar cómo serían sus vidas, la trama del libro que estaban leyendo, el número de personas del que habían estado enamorados, cuánto habían sufrido... También me gustaba disfrutar del paisaje difuminado debido a la velocidad que llevábamos. Los árboles eran pura naturaleza abstracta, los edificios parecían todos diseñados por Gaudí y las personas que paseaban junto a las vías podían haber sido sacadas de cualquier película de Tim Burton.

La mayor parte del vagón estaba vacío, exceptuando un par de hombres trajeados sentados junto a la puerta, un grupo de chicas adolescentes que reían -aunque, afortunadamente, no de forma ruidosa- y una pareja de ancianos leyendo.

Yo saqué mi libreta negra, la que siempre llevaba a todas partes y no había podido evitar llevar conmigo también allí, de una mochila. En su interior no llevaba más que una muda, un estuche, mi IPod y la primera hoja del cuaderno de Pinkie, que arranqué justo antes de quemar el resto de sus declaraciones.

Mi libreta, en cierto sentido, era una autobiografía gráfica. Había llenado sus hojas de dibujos prácticamente todos los días desde que la compré; debido a lo cual ya sólo quedaban en blanco unas pocas.

Mientras le daba forma a una persona, aunque sin saber todavía de quién se trataba, comencé a pensar en lo rápido que se estaba pasando aquel verano. Hacía poco más de dos meses había visto por primera vez -o, al menos, por primera vez desde el último día que nos vimos- a Pinkie, y ella había trastocado todo ese tiempo con tan solo un par de palabras, reflexiones y recuerdos.

Siempre me había costado aceptar el amor que sentía hacia otras personas, porque me daba miedo hacerlo. En realidad, sólo había amado a dos personas en mi vida, y ambas me rechazaron. Así que, desde entonces, no solía aceptar querer a nadie.

Mi dibujo adquirió por fin un rostro y resultó ser ella; Pinkie. Podía imaginarla colocándose los mechones sueltos de su llamativo pelo rosa tras las orejas mientras la dibujaba, recordaba su sonrisa torcida cuando yo decía algo que de alguna forma la retaba a rebatirme, podía volver a perderme en sus ojos con tan solo pensar en ellos.

A pesar de ser la persona más revoltosa e inconstante que había conocido, los ojos de Pinkie eran los que más calma me transmitían. Eran como el mar a las cinco de la madrugada, teñido por los colores del amanecer y por sus pacíficas olas.

No podía creerme que estuviera yendo a buscarla. Y mucho menos que hubiera salido de Asturias.

Cuatro horas antes, cuando le comenté a mi madre que me iba de viaje de fin de verano, lo único que hizo fue reírse y darme permiso para que lo hiciera. Pensó que estaba bromeando, y preferí no explicarle que realmente me marchaba por un tiempo indefinido.

Y en poco menos de media hora ya estaría allí, buscando la forma de encontrarme, y de encontrarla.

Una de las cuatro chicas que se encontraban sentadas un par de asientos más adelante se levantó y se giró hacia mí, mirándome directamente a los ojos.

No te acerques.

No te acerques. No te acerques.

No te acerques. No te acerques. No te acerques.

-¡Hola! -la chica de tez morena y pelo negro hasta los hombros, vestida con prendas de motivos florales y un gorro del estilo Charlie Chaplin me saludó mientras se situaba a poco menos de medio metro de mí, de pie.- Bueno, solo quería decirte que te he visto dibujando y... Quería saber si podía ver el dibujo; pareces un buen artista.

Sonrió.

Y entonces yo me replanteé dos principios muy básicos: a) no creía que hubiera buenos y malos artistas. El arte era abstracto, y tan subjetivo que a uno Picasso le podía parecer un Dios y a otro un descerebrado que había perdido sus dotes artísticas cuando enloqueció. Así que cualquiera que hiciera "arte" de por sí, ya podía ser artista. Pero ni bueno, ni malo. Subjetivo. Y b) cuando me compré la libreta, en el reverso de la portada escribí un pequeño párrafo determinando el dueño de esta; es decir, yo. Y después de hacerlo, también realicé un juramento sobre el papel en el que nadie, jamás, podría ver lo que yo dibujaría en aquellas páginas -excepto, obviamente, Pinkie, que fue por quien volví a dibujar-.

Fui a responderle cuando los altavoces del tren se activaron y la voz de una mujer se pudo escuchar a través de ellos: "queridos pasajeros, muchas gracias por viajar con nosotros. Les recomendamos que vuelvan a sus asientos y recojan su equipaje, debido a que en pocos minutos llegaremos a la estación. Esperamos que hayan disfrutado del viaje, y nos agradaría que volvieran a hacer uso de nuestros servicios en cualquier ocasión."

Sonreí a la chica, me disculpé porque ya tenía que marcharme, y ella se encogió de hombros y volvió a su asiento, donde las amigas comenzaron a susurrar y a reírse por lo bajo.

Me levanté y estiré la espalda. Cuatro horas y media eran muchas para ser el primer viaje que hacía... Desde los cinco años.

Lo cierto es que nunca llegué a preguntarles a mis padres si habíamos ido de viaje alguna vez, sencillamente supuse que no lo habíamos hecho. Y, ahora que lo pensaba, quizás fue por el susto que se llevaron al perderme de vista en Gran Vía.

Una vez que el tren llegó a la estación y se detuvo, todos los pasajeros nos apelotonamos entorno a las puertas. Estas se abrieron y yo bajé como pude, tratando de no tropezar con nadie y caer en las vías. Me alejé del andén y fui a la estación de taxis, con la ayuda de las indicaciones de uno de los revisores. Un taxista se paró para que subiera a su coche y, una vez dentro, me saludó.

-Bienvenido a Madrid, señor. ¿A dónde va?


-A Gran Vía, por favor.

Nebraska.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora