Capítulo 7: Nebraska.

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Hacía frío, más que de costumbre, y yo estaba cubierto de bufandas y guantes de lana, gorros que me tapaban toda la cara excepto los ojos, y un abrigo polar que de más utilidad habría sido en el Polo Norte.

Porque yo no estaba allí. Y tampoco en Asturias.

No pude reconocer el lugar por el que caminaba, o daba pequeños saltos, pero pronto me di cuenta de que volvía a tener cinco años. Estaba cruzando una calle muy transitada, rodeada de tiendas cuyos nombres jamás había oído, librerías que le daban mil vueltas a cualquiera de las de mi barrio y cafeterías de fumadores y no fumadores colocadas de forma contigua.

A pesar de la baja temperatura, en el cielo brillaba el sol, y si me fijaba directamente empezaban a aparecer puntos negros en mi visión. No repercutí en esto último hasta después de haberlo probado un par de veces. Quizás por eso en la actualidad llevaba gafas.

Exceptuando que ahora medía metro setenta y nueve, mi yo de cinco años se parecía mucho a mí: tenía una mata de pelo negro que me cubría toda la frente y ofuscaba mi campo de visión, mis pómulos estaban muy definidos y eran algo rosados, mis ojos seguían siendo negros, como siempre, y recordé que de pequeño mis tíos solían llamarme diablo... Mis labios eran finos y rectos, y mi nariz muy pequeña, aunque es cierto que ambos habían aumentado en tamaño.

No entendía por qué me estaba viendo con esa edad, en un lugar desconocido, completamente solo y rodeado de gente a la que no había visto en mi vida.

-¡Carboncillo! Ven aquí, vamos.

Una voz de niña se coló entre mis recuerdos mientras yo me giraba para observarla. Era diminuta; tenía la tez muy pálida y los ojos azules, muy grandes. Su pelo era rubio, casi blanco, y lo llevaba recogido en una coleta. Se paró ante mí y me miró.

-Carboncillo, ¿quieres jugar o no?

-No soy carboncillo.

-¿Y cómo te llamas? -llevó sus manos hasta la coleta para apretársela, y algunos de los mechones de su sedoso pelo se ondularon al hacerlo.

-Soy Al. ¿Y tú?

-Me llamo Luna. ¿Juegas?

La seguí mientras corría, calle arriba, calle abajo, con su vestido ondeando al viento y mis pocas habilidades atletas haciendo pulso contra la gravedad.

A la media hora, estábamos rendidos. Nos sentamos en un escalón que había junto al suelo, perteneciente a una tienda que en aquel momento estaba cerrada, y ella habló:

-Al, ¿por qué estás solo?

-Creo que me he perdido. ¿Y tú?

-Yo siempre he estado sola.

Agachó la cabeza y una lágrima recorrió su mejilla. Coloqué mi mano sobre ella y se la sequé.

-Te prometo una cosa, Luna. Desde hoy, nunca vas a volver a estar sola. Yo estaré contigo.

-Prométemelo por algo. Así no se te olvidará.

Lo pensé durante unos segundos y alcé el rostro. A nuestro lado se encontraba un bar, prácticamente vacío. Me gustó porque en todas las mesas había rosas rojas y blancas, y las pocas personas que las ocupaban sonreían. Hacía mucho que no veía a alguien sonreír. Desde mi posición podía verse el letrero del bar; "Cafetería NEBRASKA Madrid". Volví a mirar a Luna y le aparté los mechones que se le habían escapado de la coleta de la cara. Ella observó como lo hacía, y después clavó sus preciosos ojos azules en los míos.

-Te lo prometo por Nebraska.

Me agité en el sillón de pana verde, dentro de mi caseta, y volví a la realidad. Me había quedado dormido.

Pero ya sabía de qué conocía a Pinkie.

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