Capítulo 6: Al.

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Poco después de que mi madre se quedara embarazada de mí, ella y mi padre comenzaron a pensar en el nombre que me podían poner. No fue un proceso muy largo; él quería llamarme Albert y ella Alberto. Y ninguno cedía ante su posición. Tal era la discusión que incluso el resto de mis parientes tomaron parte en la decisión, y después de unos meses a mi tía se le ocurrió que podían llamarme Al, de forma que podría ser o bien Alberto o Albert, según la preferencia. A mis padres les pareció bien, y en mi partida de nacimiento aparezco como Al Torres Veller.

La cosa es que nadie llegó a llamarme Al. Mis padres se referían a mí como Albert o Alberto, y el resto de la familia también. Mis amigos, en cambio, siempre me conocieron como A.

Así que, exceptuando a todo aquel que hubiera leído mi partida de nacimiento, nadie conocía mi verdadero nombre.

Pero ella sí.

Cuando Pinkie se despidió de mí aquella mañana, al tiempo que sollozaba, me llamó Al. Lo que significaba que me conocía de antes del día de las golondrinas, y que sabía mucho más de mí que yo de ella. Además, insistía en que había algo que yo no recordaba, y no era capaz de averiguar el qué.

Alcancé el teléfono inalámbrico que se encontraba a unos metros de mí con el brazo, sin ni siquiera levantarme de la cama, y marqué el número de N. Lo cogió a la primera.

-N. al habla. Si eres mi madre, Alexia o algún funcionario del instituto, no estoy disponible. No dejes ningún mensaje o...

-N., soy yo.

-Ah, hombre, qué tal. ¿Qué quieres? Tú nunca llamas.

Me erguí sobre las sábanas y formulé la pregunta que tenía en mente.

-Oye, ¿tú sabes cómo me llamo?

-¿Qué tipo de pregunta es esa, A.? -podía distinguirse su incredulidad desde el otro lado de la línea.

-Me refiero a mi nombre completo. No a mi apodo.

-Ah... Pues ahora que lo dices; no. ¿Cuál es?

-Da igual, gracias por todo N., ya nos veremos.

Colgué y me levanté por completo. Salí de mi casa sin ni siquiera despedirme de mis padres y subí al ático. Una vez allí entré en la caseta. La primera vez que puse un pie dentro de aquel vertedero de recuerdos fue con diez años. Estaba lleno de bicicletas de antiguos vecinos, baúles con pertenencias de gente que había habitado el edificio y muchos, muchos libros. Hasta entonces apenas había leído, pero cuando descubrí aquella pequeña fortaleza lo empecé a hacer con frecuencia. No fue hasta los doce años que decidí organizarlo un poco: las bicicletas, con ayuda de N. y P., las trasladé al vertedero real del pueblo; los baúles los apilé en una de las esquinas de la caseta, habiendo investigado antes qué había exactamente en su interior por si algo me era de utilidad; los libros los coloqué en estantes improvisados en las paredes, construidos con láminas y pistolas de clavos cuyo uso me quedaba estrictamente prohibido por parte de mi padre -ya comprobé por aquel entonces lo mucho que se preocupaba de que su único hijo se acercara a sus herramientas-; y el resto del espacio lo usé para subir todos mis cuadros, dibujos, material para pintar, etc. Además, guardé allí unos cuantos vinilos, aunque solo unos pocos, debido a que me daba miedo que alguna vez lloviera, se formaran goteras, y estos no pudieran volver a reproducirse nunca más.

Al final de la caseta, y eso lo añadí hacía poco tiempo, se encontraba un sillón de pana verde con los antebrazos algo deshilachados. Fue allí donde me senté, preso de la rabia y de la impotencia, después de haber hablado con N.

¿Quién era Pinkie? ¿Y qué sabía de mí?

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