Capítulo 4: yo fumo para vivir.

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Estaba sentado tranquilamente en mi habitación, leyendo a Marwan, cuando de repente algo impactó contra el cristal de mi ventana. Este no se rompió, pero lo que fuera que habían arrojado contra él se quedo allí pegado. Abrí la ventana y despegué el chicle mascado, también conocido como pegamento para cartas en cristales ajenos. En el sobre no había remitente ni destinatario, y tampoco ningún comentario que pudiera indicarme de quién se trataba. Saqué la carta de este y la desdoblé con cuidado.

        "A.
Aún no te llamo querido porque todavía no lo eres. Vaticino que hoy habrá un rayo verde, así que te espero en el acantilado de la playa desierta a las seis menos un minuto. No llegues antes, porque estaré yo. Y tampoco más tarde, porque ya me habré ido.

Los rayos verdes no son únicos, pero si quieres ver uno alguna vez en tu vida no puedes esperar que te llegue a casa una carta avisándote de que aparecerá. Porque no siempre pasa.

Con toda la brisa del planeta,

Pinkie."

        Miré el reloj. Eran las cuatro de la tarde. Tenía que comer, ducharme -hacía días que vivía cual hermitaño- y vestirme. Calculé que me llevaría alrededor de una hora. Y las otros cincuenta y nueve minutos los podía emplear para seguir leyendo, o para subir a la azotea a divagar.

        Una vez con el estómago lleno y arreglado, cogí el portátil del cuarto de mis padres y subí hasta la azotea. Siempre me había sentido cómodo estando allí. Se accedía a ella a través de unas escaleras que daban a una puerta, anclada a una de las "chimeneas" del edificio -creo que no es necesario explicar que aquella llevaba años en deshuso-. La propia azotea se encontraba invadida de chimeneas blancas, por las cuales se desprendía un humo tan negro como en Asturias lo eran las noches. En el centro del ático se encontraba una especie de casetilla que nadie habitaba, cuyo tejado estaba compuesto por tejas de pizarra azul. Yo siempre me sentaba en aquel pequeño tejado, sobre todas las obras de arte, libros y música que guardaba en mi refugio personal.

        Encendí el portátil y me metí en el buscador de Google. Escribí "rayo verde" y esperé a conocer toda la información que mi cerebro pudiera procesar a cerca de él.

        'Destello verde, o rayo verde, es un fenómeno óptico atmosférico que ocurre poco después de la puesta de sol o poco antes de la salida del sol, en el que se puede ver un punto verde, normalmente por uno o dos segundos, sobre la posición del sol.'

        No parecía nada del otro mundo, y de hecho había tantas imágenes en Google del fenómeno que dudé de que fuera tan inusual como Pinkie lo había descrito.

        Me encogí de hombros. Iba a ir de todas formas, fuera interesante o no lo que hubiera planificado para mí. Bajé del tejado y guardé el portátil en la caseta. Me quedaban menos de veinte minutos para llegar a la "playa desierta", que es como ella había llamado a la porción de tierra que se esconde bajo el acantilado, y no quería arriesgarme a aparecer impuntual.

        Una de las ventajas que tenía mi edificio, a parte del ático, era la escalera de incendios. Al constar de solo cuatro pisos los arquitectos decidieron que las posibilidades de que alguien se cayera y se matara eran menores a las que había de que se incendiara uno de los apartamentos. Así que nadie usaba la escalera, excepto yo, en días como aquel cuando necesitaba llegar a la calle sin tener que zigzaguear entre todos los vecinos y mascotas de vecinos.

        Crucé el pueblo evitando las calles más transitadas hasta que llegué el acantilado. Aquella era una de mis playas favoritas, y la razón por la cual nunca había nadie allí abajo era la siguiente: para acceder a la playa era necesario bajar una escalera que se había formado de forma natural con salientes de la roca del acantilado. Como es lógico, los padres no se arriesgaban a poner en peligro a sus hijos por un poco de paz, los ancianos no se veían capaces de bajar tantos escalones irregulares y los adolescentes estaban demasiado ocupados de viaje, estudiando, o yendo a playas masivas en pueblos cercanos.

        Por lo tanto, aquella playa era, básicamente, mi playa particular. Y en parte me sorprendió que La Pelirrosa tuviera las agallas de bajar hasta abajo.

        Llegué a las seis menos un minuto, tal y como ella me había pedido, y la encontré sentada en una de las rocas más altas y más cercanas a la marea. Escalé hasta llegar a ella, digamos que tardé medio minuto, y me senté a su lado.

        No nos dijimos una palabra. Simplemente observamos la tranquilidad del mar mientras el sol iba desapareciendo y el cielo se teñía cada vez de colores más espectaculares. Cuando vivía momentos como aquel, siempre ansiaba tener a mano un bloc, pinceles y pinturas acrílicas, para poder llenar todas sus hojas de la increíble visión que me ofrecía la naturaleza.

        El sol se acercaba cada vez más al horizonte, y si Pinkie tenía razón, en el último instante divisaríamos el rayo verde.

        -Los atardeceres queman, ¿sabes? -dijo, sin apartar la mirada de su objetivo.


        -¿Qué quieres decir?

        Se arrimó a mí y encendió un mechero con el que llevaba jugando unos minutos.

        -¿Ves esto? -señaló el encendedor con la mano-. Es el atardecer de los adictos al tabaco. Las desapariciones del sol bajo el mar o las montañas son, prácticamente, lo mismo: adicciones que queman pero de las que, aun así, se sigue disfrutando.

        Cuando terminó de decir aquello se giró para mirarme a los ojos, que brillaban con los colores del cielo. Y, joder, yo solo quería besarla. Quería disfrutar de esa mirada cálida y arrebatadora hasta el resto de mis días, quería ver asomar su pelo rosa en todos mis recuerdos, quería...

        Justo en aquel momento, el sol desapareció. Ella chasqueó la lengua y se separó.

        Nunca sabríamos si aquel día hubo un rayo verde.

Nebraska.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora