21. Lo peor que podría pasar [1/2]

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Temo haber llegado tarde cuando bajo las escaleras del embarcadero y no veo ninguna barca amarrada, pero la encuentro buscando en una pequeña abertura bajo el Puente de los Pescadores.

No es más que una minúscula embarcación de madera equipada con un par de remos roídos y parcialmente podridos. Es... francamente lamentable. Ninguna sorpresa.

Pero en uno de los extremos (no sé cuál, no entiendo de marítima) hay un telón de un color azul tan oscuro que se confunde con el negro. Imagino que cubre la mercancía que he de llevar al continente, aunque no tengo ninguna otra pista para pensar que ésta es la adecuada que el hecho de que no hay ninguna otra barca a la vista. A pesar de ello, decido que quiero acabar con todo esto cuanto antes, así que subo al transporte, con cuidado de no darme un baño inoportuno.

En el momento en que empujo con los remos para alejarme del embarcadero, oigo a lo lejos las campanadas de la catedral de la ciudad. Justo a tiempo. Ya no hay vuelta atrás.

Sin embargo, percibo algo en el límite de mi visión que me inquieta más de lo que pensé que podría. Un leve movimiento, aunque la calma que lo sigue casi me convence de que lo he imaginado. Casi.

Mientras avanzo siguiendo la sombra del Puente de los Pescadores, mantengo la vista fija en la carpa. Desconozco la mercancía con la que estoy traficando, pero me convenzo de que seguramente sea droga, armas o incluso comida. Alguien tan poderoso como Amelia no me usaría a mí, una ladrona cualquiera, para llevar a alguien de contrabando... ¿verdad?

La travesía prosigue con una calma inquietante, con el rumor de la barca chocando suavemente contra las ondulaciones del agua. Durante lo que se me hacen horas, remo hasta que me arden los hombros. Llevo la mirada al cielo, angustiada por lo que está por pasar. El cielo me devuelve la mirada.

La colección de estrellas que puedo apreciar desde aquí es tan abrumadoramente hermosa que hasta siento lástima por los ciudadanos de Etérea por no poder verlas. Si el cielo habla, el mar en calma le responde, devolviendo la luz de las estrellas tan pura que me siento flotar en medio de un sueño mágico. Incluso me permito relajarme, e imaginar que todo saldrá bien. La calma que me inunda es tal que me veo sumida en un recuerdo de mi infancia, de mi época en el bosque de la Herradura, que rodea al golfo en el que se encuentra la ciudad; el único momento en el que podía permitir el gusto de sentirme a salvo y en paz. Así era el bosque, la naturaleza, la vida real. La ciudad, en cambio, solo ha sido un yugo, una cadena, un verdugo para todas las personas que he llegado a querer en mi vida. Y, aunque he llegado a encontrar belleza en los rincones más insospechados, a pesar de la sensación de paraíso que aparenta desde fuera, sé que la verdadera felicidad no está ahí dentro. Al menos, no la mía.

Miro atrás, y veo la costa del continente acercándose. Con fuerzas renovadas, acelero.

Unos quince minutos después, la barca encalla en la arena con una suave sacudida. Me apresuro a saltar de la embarcación y tirar de ella para que el mar no se la lleve. Solo cuando estoy segura de que está todo bien hecho, me siento en la arena, tratando de imaginar cómo puedo saber que lo he hecho bien. Kurt seguro que me habría dado una indicación. «Encontrarás otra barca cien pasos al norte», o algo por el estilo.

Escruto en la oscuridad del bosque, unos veinte metros más adelante, a la espera de una señal que no llega. En cualquier otro momento de las últimas semanas, e incluso de los últimos años, habría temido que cualquier cosa pudiera salir de ahí y acabar conmigo en un instante. Pero el bosque no me lo permite. Esta es mi casa, y en ella nadie puede hacerme daño.

Crac.

Me pongo en pie de un salto, ya con Morf en la mano. Miro alrededor, en busca del origen del sonido. Podría haber sido un animal deslizándose en la arena, pero estoy convencida de que ese no es el sonido propio de ello. Me planteo la posibilidad de que no haya sido más que una rama en el bosque rompiéndose, fruto de la actividad...

Crac.

Imposible. No viene del bosque, viene de...

Me vuelvo hacia el agua, y veo como la lona de la barca se agita. Algo bajo ella se mueve.

Apunto con el cuchillo, preparada para recurrir a todos los medios que sean necesarios. Entonces la carpa se desprende de aquello que antes cubría.

Una persona. Un hombre.

Sin pensarlo, me abalanzo sobre él. Lo derribo sobre la arena y pongo el filo de mi cuchillo en su cuello. Como bien me enseñó mi padre: cuchillo primero, preguntas después.

Y en este caso, la pregunta es:

—¿¡Kurt!?

Vacilo, pero mantengo el arma donde está. Él parpadea múltiples veces. Está, si cabe, más confundido que yo.

—¿Estoy...?—pregunta, con un hilo de voz. Al reconocerla, me tranquilizo y me aparto de él. Se incorpora, y me mira, recuperando poco a poco la lucidez.

—¿Muerto?—pregunto, y él asiente—. Ya te gustaría.

Kurt suelta un largo suspiro, aliviado. Sin embargo, sigue completamente perdido. Me mira de arriba a abajo con el ceño fruncido.

—¿Y tú quién eres?—pregunta. Hasta este momento no me doy cuenta de que él no me puede reconocer tras el trabajo de Bibi.

Me pongo en pie y contesto:

—Nadie.

Si reconoce el nombre, no le da tiempo a mostrarlo antes de que desvíe mi atención de él, pues, a lo lejos, veo la luz blanca de una embarcación motorizada, aproximándose a toda velocidad.

/CONTINUARÁ.../

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