Aquella tarde había dejado a Mike besarme varias veces, por lo que él dio por hecho que éramos más que amigos. La realidad le azotó cuando me vio quedar con Neil y habíamos tenido tal bronca en el bar que había jurado no volver a dirigirme nunca la palabra.
Neil y yo caminábamos por las calles sin rumbo, y me encantó. Todo el mundo, sin excepción, siempre me pedía algún destino concreto. Él no. Se limitó a charlar de todo y de nada mientras reíamos.
Neil no era guapo exactamente. Aquella mañana me había parecido feo, a excepción de sus sonrientes ojos verdes. Tenía el pelo castaño peinado hacia atrás, sin gomina y 100% natural. A pesar de trabajar en la construcción estaba bastante escuálido, así que di por hecho que simplemente se dedicaba a saltar por los andamios. Pero aquella noche, tras hablar y haberle dado la oportunidad de conocerme, me di cuenta de que, efectivamente, no era guapo: era encantador.
-El dueño del bar te explota un poco-sonrió.
-El dueño es mi padre-reí, poniendo los ojos en blanco.
-¿En serio? No os parecéis en absolutamente nada.
-Lo sé-suspiré, poniéndome seria-. Yo soy la viva imagen de mi madre, nunca mejor dicho.
-¿No trabaja en el...?
-Murió de cáncer-le corté, helándole con la mirada.
Neil dejó de mirarme a los ojos para mirar mi alma fijamente. Habíamos llegado al acantilado al final del paseo marítimo, mi lugar favorito en el mundo. Le sonreí para tranquilizarle y automáticamente me devolvió la sonrisa. Corrí al borde del acantilado y él gritó yendo tras de mí y agarrando con firmeza mi cintura, evitando que me cayera justo en el último momento.
-¿Estás loca?-me gritó, sin soltarme.
Solté una sonora carcajada y le abracé con fuerza, sintiendo cómo su respiración se cortaba por unos segundos.
-Yo te importo-dije-. Mucha gente simplemente me ha dejado correr. Eres el primero que me ha intentado coger. Te importo. Y no entiendo por qué si no me conoces.
-Yo...-suspiró, escondiendo la cara en mi pelo-tampoco entiendo por qué. Es una locura.
-Me encantan las locuras-le susurré al oído.
Me separé de él, le cogí de la mano y echamos a correr por las rocas hasta bajar al pequeño pedrero al nivel del mar. Nos sentamos en una piedra plana junto al agua y nos contamos toda nuestra vida.
El padre de Neil había maltratado a su madre desde que éste nació, y la mujer les terminó abandonando a los pocos años. Él ni siquiera recordaba su voz.
También hablamos de nuestros miedos, nuestros sueños, nuestras manías, absolutamente todo. En pocas horas creamos un vínculo especial que nunca había sentido. Tanta confianza en menos de un día... me pareció pura magia. Era como si nos conociéramos desde siempre.
Sobre las cuatro de la madrugada, me puse en pie y le pedí que me concediera un baile.
-No hay música-rió, levantándose.
-Nosotros somos música-sonreí, poniendo una mano en su hombro y enlazando la otra con la suya.
Aunque no hubiera ninguna melodía sonando, ningún ritmo, hacíamos unos movimientos acompasados. Giros, pequeños saltitos, pasos hacia adelante y hacia atrás. No podía parar de sonreír, mientras que él tenía la seriedad propia de un bailarín profesional que hace lo que ama, sin apartar la mirada de mis ojos. Se inclinó sobre mí, echándome hacia atrás sobre su brazo y dejando su cara a dos centímetros de la mía. Esta vez fue mi respiración la que se entrecortó cuando, con toda la seguridad del mundo y como si llevara toda la vida haciéndolo, me besó.