Segunda introducción: El feo que jamás logró ser bello

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Es inevitable darle un sorbo a mi copa de vino y divagar sobre los pies femeninos que hace un tiempo majaron armoniosamente las uvas que darían el jugo para crear tan avasallante brebaje. Puedo admitir que me deleito imaginando qué podría haber sido de mí si hubiera tenido mi propio viñero, pero allá hace unos cuantos siglos atrás.

Casi podría jurar que frente a mí está una gran casa blanca de madera con un establo a su izquierda y un jardín tan grande que necesito varios obreros para labrar la tierra y recoger los frutos. También hay cuatro perros que corren eléctricamente por la tierra en donde una larga comuna de mujeres se encuentra aglomerada dentro de enormes contenedores de madera majando con sus pies toneladas de Pinot Noir y Chardonnay. Las observo reír mientras sostienen sus largos vestidos y veo cómo fallan en el intento de no llenarse del jugo que salpica sobre sus rostros, brazos y pechos prominentes, que parecen no soportar el asfixie del vestido. La vista me agrada y sonrío. Una de ellas me ve y con su dedo me hala como si estuviese tirando de un hilo fuerte, muy fuerte. Todo luce armonioso, exquisito. La luz del sol encontró el punto perfecto, allá sobre las mujeres, mis mujeres...

Esa chica pelirroja continúa halándome con su dedo mientras relame sus labios llenos de las uvas salpicadas que todas las demás majan. Llego hasta ella y esta me ve con una sonrisa que me obligaría después a cumplir diez penitencias. Me besa y las sensaciones se sienten demasiado reales...

La danza sinhueso me deja sin aire y cuando menos lo espero comienza a sofocarme. Abro los ojos y encontrarme con el rostro ensangrentado de ella me hace caer al suelo tan fuerte que despierto de mi estado alelado y me hallo en una habitación pequeña de un motel barato.

Estoy borracho.

Me tambaleo en el suelo como si hubiese pisado tierra firme luego de un viaje en altamar de seis meses, y cuando choco con el escritorio que da a la única ventana que me deja ver la luz del sol, suelto un quejido lastimero seguido de una hipada que me comprime el pulmón hasta dolerme bastante. Algunos papeles han caído al suelo y mi botella de vino está toda rota, goteando y manchando las hojas que se dispersaron en el piso.

Recojo los papeles deprisa sin querer mirar mucho, pues me estresa bastante ver el despilfarro de alcohol que hice en segundos. Camino hasta el teléfono y me comunico con la recepción del motel. Le digo que me traiga dos botellas más de vino y cuelgo sin darle tiempo de replicar otra cosa.

No sé cuánto tiempo pasa hasta que escucho que tocan la puerta.

Me levanto de la cama para abrirla.

—Dos botellas de vino y...

—Gracias, Marcos. Ya puedes irte.

—Señor, ¿se encuentra bien? Lleva cinco días sin salir de la habitación.

—Je, estoy bien, Marcos. Con tu permiso...

—Hoy ha recibido dos cartas y tres llamadas de su madre.

—Ya conoces las reglas. Nada de mensajes ni llamadas. Llévate las cartas y tritúralas.

Quizás no debí cerrar la puerta con tanta violencia.

Acomodarme en la cama mientras bebo otra copa de vino no logra apartar de mi cabeza la imagen de un rostro horrible, horripilante; un rostro que nunca deseé ver en mi vida. Hacía cuatro horas que no lo veía. Era un récord.

Me enfoco en la pared verde musgo de la habitación, en el abanico que chirrea mientras da vueltas en el techo, en las huellas de humedad que hay en las esquinas, en el mal olor impregnado en las paredes, en la poca luz que entra por la ventana, en el cuadro falso de Las flores de Van Gogh, en el sonido del vacío de la habitación de al lado, en el anillo del abuelo que tengo en mis manos... Me enfoco en todo menos en aquel rostro.

Pero la inquietud me gana. No se va. El maldito rostro no se va.

¿Qué mierdas hago? Si yo sé que su rostro me seguirá siempre. No recuerdo ni cuándo fue la última vez que estuve sobrio. Porque estarlo significa tener que verlo y eso yo no lo quiero. Estar sobrio significa tener que cargar un saco de piedras bastante pesado sobre los hombros y recorrer la Patagonia entera descalzo y desnudo. Quizás también coger un puñal de mierda y restregarlo en mi cara a la hora del almuerzo. Eso es lo que significa estar sin una gota de alcohol o narcóticos en mi sistema.

Pero ¡maldita sea! Mi mente parece inmunizarse ante mis intentos desenfrenados de olvidar con alcohol. Mi mente parece estar adquiriendo resistencia y quiere fastidiarme. ¡Ja! ¿Es que acaso se puede estar más hundido? Supongo que aún no he conocido los límites de mi cabeza.

Dejo sobre la cama la botella de vino y camino hacia el pequeño escritorio que está repleto de papeles mal acomodados. Los veo de reojo porque mirarlos con atención implica posar mi vista sobre la última hoja que escribí.

Justo cuando casi caigo en la tentación de tomar la hoja de papel en mis manos, escucho risas en el exterior y camino hasta la ventana. Me encuentro con árboles sin hojas, mi auto con la llanta reventada, y una calle con el pavimento mojado, en donde dos niñas parecen discutir. Una de ellas está en el suelo; al parecer ha resbalado y caído de bruces en el pavimento.

—¡¿Siempre eres así de mensa?!

—¡Yo solo quería dar la voltereta! ¡No seas tan cruel, Sole!

—¿Y es así como quieres que amá' pague las clases de balé? Eres igual de bruta que él...

Las risas me irritan. Así que bajo las persianas y me obligo a borrar de mi mente el diálogo.

No sé cómo llegué a sentarme en la silla frente al escritorio ni cómo mis dedos se enredaron en el bolígrafo que ahora comienza a desplazarse sobre una hoja de papel en blanco. Y es que yo, aunque lo niegue, debo acabar con esto de una vez. Pero antes tengo que ponerle un inicio, ¿no? ¿Cómo acabar algo sin un inicio? Porque La esquina de los feos tuvo un inicio y un final. Y yo me encuentro ahora en la fina frontera que separa el presente del final. Pero no quiero llegar ahí sin antes contarles la historia de un feo que jamás logró ser bello. Porque la palabra belleza me queda muy grande... 

La Esquina de los FeosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora