VII: LA BOCA DEL DIABLO

558 76 54
                                    

Una vez mi padre me dijo que el miedo es temor a lo desconocido.

Recuerdo que una tarde de septiembre él y yo estábamos escalando una colina empinada y pedregosa de Donostia que al final nos llevaría hasta una vista espectacular del mar. Yo me encontraba chorreando sudor por todas partes y el aliento se me iba cada dos o tres pasos que dábamos hacia la cima. Mi padre subía con facilidad, como todo innato aventurero, sumido en un silencio sepulcral. Y es que andar con él no podía ser de otro modo, pues mi padre siempre se caracterizó por su poca habitualidad al diálogo. Aunque eso no lo hacía menos entretenido. Yo disfrutaba mucho estar con él; su silencio era reconfortante y esa característica lo hacía un buen oyente.

Cuando llegamos a la cima de la colina, comencé a sentir el salitre en mi boca. Era algo que me gustaba de ese lugar. El viento, el olor del salitre, el romper de las olas, el sol escondiéndose allá detrás de esa línea del mar que me hacía pensar que la Tierra era plana... Todo ello en conjunto me sumergía en un estado de serenidad profundo. Lo fascinante de ver el mar era que me bloqueaba los pensamientos. Cuando lo veía, era como si su magnificencia se llevara todo ese hilo enredado en mi cabeza y me dejara allí todo mudo, todo sereno, todo concentrado en el ir y venir de las olas, que no podía hacer más que observar. Muchos van al mar a pensar, yo iba a olvidar.

Allá en la cima había un lugar que papá llamaba "La boca del Diablo". Era un hueco de roca gastada por el viento y las olas, donde el agua estaba encerrada, formando un enorme pozo oscuro. Nunca me había atrevido a acercarme lo suficiente como para ver qué había allá. Papá siempre se sentaba en la orilla del hoyo, algo que me provocaba vértigos por su cercanía con el precipicio. Recuerdo que ese día él miraba demasiado hacia allá, con una mirada afligida y perdida. Era usual que papá fuera callado, pero ese día el silencio parecía lanzarme dardos que me indicaban que algo no estaba bien del todo.

Esa vez me acerqué mucho más de lo que me había atrevido a hacer anteriormente. Me puse de puntitas para asomar mi cabeza hacia el final del pozo, y el viento sopló con desmedida, como si estuviese advirtiéndome que no diera un paso más. Mi corazón latió tan deprisa que lo tomé como señal de que no debía mirar otra vez.

—¿Tienes miedo? —Papá soltó esa pregunta con el mismo tono amenazante que siempre me ponía las piernas echas un serpentino inestable. Su pregunta me pareció más una afirmación que una interrogativa. Yo miraba hacia el final del hoyo.

—Para nada —le dije.

Él me miró luego de unos segundos y me dio esa sonrisa de medialuna escalofriante.

—Mira para allá. —Señaló con su cabeza al final del pozo —. ¿A qué le tienes miedo, bobo?

—Está oscuro. Me da miedo lo que pueda haber allá dentro.

—Yo no sé a quién saliste tan cobarde. A mí no fue. Tienes miedo porque no sabes qué hay allá abajo. Pero mira bien, muchachito, mira más allá de lo que el miedo te deja ver.

Papá señaló con su dedo al final del pozo y yo comencé a mirar al agua con más detenimiento. De pronto aparecieron en mi vista varios peces de colores y plantas verdosas que se retorcían en contra de las olas.

—¿Qué hay, mijo? ¡Dime qué estás viendo, bobo!

—Veo plantas y peces de colores. ¿Acaban de llegar?

—Siempre han estado ahí, pero tu cobardía no te dejaba verlo. ¿Sientes miedo ahora?

—Sigue estando muy alto.

—Pero el miedo se transformó, ¿verdá'? Ya conoces lo que hay allí. Ahora solo sientes nervios de caer, pero si lo haces, sabrás con lo que te enfrentarás. O al menos eso decía tu abuelo. Pa' mí está loco. Que se quede en Escocia.

La Esquina de los FeosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora