0. Ruptura de la cotidianidad (I)

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Un insufrible frío azota la ciudad, los ventanales de su hogar y las múltiples colmenas repartidas en ciertos sectores del departamento, filtran el viento gélido que se refleja en la piel trigueña y erizada del joven adolescente. Maldice en su mente en más de una ocasión, pero su monólogo grosero es interrumpido por un aroma peculiar. La mezcla de olores entre el queso derretido, el jamón de pierna rebanado en finas lonjas y la mantequilla es como una droga para él, quien no pierde más tiempo y va raudo al salón, completamente seguro de que la cena ya está servida. Cuando toma asiento, ve el pequeño televisor anticuado y de cajón que está estratégicamente situado en una esquina donde cualquiera que tome asiento en el comedor pueda verlo sin tener que torcer el cuello. No le presta atención a la transmisión nacional rutinaria que están pasando por el televisor, así que se dedica a lo que realmente le importa: devorar su arepa.

Su abuela y madre lo acompañan en la mesa. Entre algunos chistes pasajeros, comentarios de cómo pasaron el día y escasas risas, los tres ven su atención cautivada por un cambio brusco en la imagen de la pantalla. El trío familiar guarda silencio y fija su atención en el televisor. Él mastica con tanta indiferencia como un gato imperial ante los intentos de mimo de algún simple humano. Observa una señal intermitente que, de un segundo a otro, cambia a una vasta suma de imágenes no aptas para público sensible. Pasan muy rápido y eso causa que el adolescente tuerza la boca en un gesto de desagrado, no es capaz de discernir bien las imágenes, sólo ve abundancia de rojo, batas de laboratorio y cuerpos descompuestos. Y de lo último ni siquiera tiene seguridad. Celebra en su fuero más interno cuando la pantalla deja de alternar su contenido y expone un escrito difuso, incapaz de distinguirse por la cercanía del lente. Poco a poco la imagen se aleja y el encuadre cambia a uno más claro y definido, donde resaltan dos cosas: el nombre de un desconocido, un tal «Edward Jenkins» y una arrugada y deteriorada carta con letra cursiva y digna de un frustrado practicante de la medicina que padece del peor grado de Parkinson existente. Ese pensamiento hace que ría para sí mismo, sin dejar de prestar atención al televisor. Una voz comienza a traducir lo que sea que esté escrito en ese papel, comunicándoselo a la audiencia:

"Mi única intención es que esta noticia cobre todo el carácter mediático y amarillista que sea posible. No porque sea un sensacionalista arrogante que quiera regodearse de exagerar la información que posee, sino porque hablamos de un tema altamente clasificado y que dudo que no afecte algún punto del mundo que conocemos hoy por hoy.

He de informarles que la cepa que incluimos en nuestros sujetos de prueba fue un fracaso rotundo, a tal punto que nos hizo cerrar la zona B, donde se llevaban a cabo todo tipo de experimentos de desarrollo sobrehumano y se hacían pruebas con pacientes terminales o prisioneros condenados a muerte. Hasta el sol de hoy no entiendo por qué los humanos somos tan codiciosos y siempre queremos sobrepasar todos los límites que fuerzas tan irracionales como la naturaleza nos imponen. No entiendo por qué surgió la idea de querer transgredir la vida y la muerte. Pero eso no importa, el punto es que la zona B era el área de experimentación dedicado a ese tipo de pruebas.

Yo me fui justo cuando todo se estropeó, cuando los sujetos de prueba se tornaron agresivos luego de haber regresado a la vida, tras haber pasado más de 72 horas muertos. Sin exagerar, 15 pacientes estaban diagnosticados con muerte cerebral y «resucitaron». Hice mucho hincapié antes de irme en que quemaran los cadáveres traídos de vuelta, poco antes de que la ambición científica cegara a mis compañeros y nublara su juicio tan descaradamente. Mi consciencia está limpia en ese aspecto concreto, aunque no puedo negar que fui partícipe de un gran número de impensables atrocidades, no me eximo de nada. Tal vez encuentren contradicciones en mi narración, pero no es para menos, considerando el turbio escenario del que proviene.

Fin de la vida: DominicDonde viven las historias. Descúbrelo ahora