Capitulo 1

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Estallidos, fuego, derrumbes, muerte, su cara...

Todas esas cosas acosaban la mente de Gonzalo desde que lo perdió todo, desde que su mundo se había venido abajo. Desde entonces vagaba por los exteriores de la ciudad buscando comida y algún lugar donde pasar la noche.

Desde la caída del mundo, las ciudades estaban casi desiertas. Muchos se fueron al campo, otros muchos murieron durante los enfrentamientos contra el ejército, y los pocos que quedaban estaban en las ciudades. Aún así, no se podía estar seguro en las afueras. Algún que otro peligroso grupo de superviviente vagaba por esa zona. Algunos eran buenos, pero la mayoría era mejor no encontrárselos.

Desde que todo se fue al traste, la vida de Gonzalo carecía de sentido. Perdió lo único que le importaba: a su mujer Carla, y a su hija Paula. Su mujer murió porque no pudo permanecer a su lado. Un derrumbamiento hizo que él y Paula se quedaran en un lado, y Carla en otro. Padre e hija tuvieron que dar un rodeo para poder llegar hasta ella. Pero cuando lo hicieron fue demasiado tarde. El cuerpo de su mujer yacía inerte en la carretera y con manchas de sangre por todos lados, acompañados de agujeros causados por algún arma de fuego. Desde aquel día Gonzalo se sentía culpable por no haber podido estar a su lado. Siempre que pensaba en ella se ponía a llorar de forma desconsolada.

Las siguientes dos semanas las pasaron Gonzalo y su hija en malas condiciones. Tenían que dormir al aire libre, y el padre de la pequeña a penas dormía. La poca comida que encontraban era para Paula, y la reciente muerte de Carla no ayudaba en el estado emocional de su padre.

Pero un día, un grupo compuesto enteramente de hombres abusaron de Paula, y obligaron a Gonzalo a mirar cómo cada uno de ellos pasaba por ella, que gritaba sin cesar con un montón de lágrimas en sus mejillas. Finalmente, el líder del grupo la disparó sin dudar. Luego pegaron a Gonzalo, le escupieron y se fueron. Gonzalo corrió al cadáver de su hija, lo acunó entre sus brazos y lloró. La enterró allí mismo y se quedó su muñeca de trapo rosa, que tenía su nombre bordado, como recuerdo. Juró que encontraría a esas personas y se lo haría pagar.

Pasaron tres semanas y Gonzalo seguía llorando las muertes de las dos mujeres de su vida. En ese tiempo consiguió una pistola, una escopeta, una mochila, un cuchillo de caza y muchos alimentos. Por suerte no se había encontrado con ningún grupo, porque él sabía que no estaba preparado para un combate, y menos si le superaban en número.

Muchas veces pensó en el suicidio. Así poder volver a encontrarse con su mujer y su pequeña. Pero sabía que si él moría, la memoria de ellas también morirían, y su venganza no podría completarse.

Un día nació la idea de coger un coche y poner rumbo a la capital. Seguro que tendrían refugio y alimento. Solo estaba a una media hora en transporte privado. Pero temía entrar en la ciudad. Tenía la sensación de que había gente más peligrosa. Pero se armó de valor y fue directo al centro de la ciudad.

Cuanto más se internaba en la ciudad, más cuerpos y más escombros había. Gonzalo tuvo que andar un buen trecho con una mano en la nariz para que el hedor no le provocara arcadas. Pisó varios cuerpos y casi le dio algo. No podía ver tanta muerte junta.

Después de un gran rato saltando por encima de cadáveres, llegó a la comisaría. Se alegró. Seguro que allí había coches y más armas. Podría ser su salvación. A lo mejor había algún policía y le podía ayudar.

Entró corriendo y se puso a rebuscar por todos los lados. Miró debajo de las mesas, en las papeleras, incluso en los calabozos. Esa última la lamentó. Habían un gran charco de sangre en una de las celdas y Gonzalo casi vomitó. La tarde se le pasó y empezaba a oscurecer. Se apoyó un segundo en la pared al lado de la puerta de salida a tomar algo de aire. Ya no podía salir a la calle. Tendría que pasar la noche allí y poner rumbo a la capital a la mañana siguiente.

Abrió las puertas y una bala dio al lado suya. Se alarmó y rápidamente volvió a entrar. Se escondió detrás de una mesa. Los disparos se hicieron más frecuentes y era lo único que podía oír.

Entonces, una mano le tapó la boca. Gonzalo se dio la vuelta y apuntó con su pistola a aquella persona que le había puesto una mano encima. Por suerte se encontró con un hombre de mediana edad, desarmado. El hombre le hizo una seña para que guardara silencio y que le siguiera.

Fueron por una sección que Gonzalo no había revisado. Bajaron unas escaleras hasta una puerta.

La abrió y alli había 4 personas más: 2 mujeres, 1 hombre y un niño de unos 11 años.

Entraron en la sala.

-Bienvenido- dijo el hombre de mediana edad, tras cerrar la puerta.

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