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Hotel Psiquiátrico

No olvidaré el día que llegó un paciente singular al Barbacena, le conocían como Diabo, una lluvia espeluznantemente era el telón que develaba su entrada.
Su mojada presencia fue aterradora para mí, era un hombre alto, flaco y de raza negra, su semblante era pacifico, su rostro era delineado por unos pómulos grandes, y tenía unos ojos perversos. Su mirada era la de un orate.

Era escoltado por un enfermero, me comentaron que había asesinado a una familia cristiana en las afueras de la ciudad. No tenía familiares conocidos, no había registro de él, era como si hubiera aparecido de la nada en este punto del mundo.
Él era de esos pacientes a los que si tenía acceso por tratarse de un problema mental serio, los demás no pasaban por mi revista, eran indigentes o enfermos abandonados en un arte de limpieza social.

En mi exploración verbal y visual al paciente, observé en él total indiferencia hacia mi persona. Sospechaba que era otro sordomudo, parecía no tener conocimiento de los abominables hechos que había cometido. O simplemente parecía no importarle.
No fue enviado a la prisión por estar en una condición mental inestable, su locura lo salvaba de ser despedazado en la cárcel municipal, aunque aquí en el manicomio tampoco tenía muchas esperanzas de vida, tal vez se convertiría en el conejillo de indias de Bahía.

Desde el arribo de Diabo noté que los demás locos le temían, algunos entraban en crisis nerviosa cuando este se acercaba, pocas veces lo vi ingerir alimentos, y cuando era apaleado por los enfermeros jamás le vi gesticular rictus de dolor. A los pocos días ya andaba en condiciones deplorables, lucía sucio y harapiento. Una barba negra empezaba a poblar su mandíbula.
En una ocasión Hélio ordenaba a gritos a los locos alejarse de la barda, entre ellos Diabo, quien estaba en una posición un poco incomoda. Estaba parado solo sobre su pie izquierdo, mientras que el derecho lo tenía recogido; poco a poco los orates empezaban a dispersarse, menos el asesino de la familia cristiana, este estaba dándole la espalda al enfermero, miraba fijamente la barda a una distancia sumamente reducida. El personal sanitario usaba una barra de metal para golpear a los enfermos, pude observar como Hélio la empuñaba con fuerza, levantaba su brazo para dejarla caer sobre la humanidad del nuevo inquilino, cuando un grupo de locos se abalanzó sobre él, tumbándolo al suelo, atacándolo, arañando su rostro, mordiendo sus extremidades, mientras que Diabo seguía inmóvil en la misma posición, parado sobre su pie izquierdo, mirando al muro. Logré quitarle a Hélio el grupo de orates que tenía encima, lo dejaron sumamente herido; Diabo permanecería en esa posición el resto del día. Estaba en estado catatónico, lo que no me pude explicar, fue la reacción de los demás pacientes ¿Por qué querrían proteger a Diabo?

Las guardias nocturnas en el Berbecena eran la sumersión al mismísimo infierno, hacer rondines era imposible, los locos andaban sueltos, muchos de ellos se atacaban y mataban entre sí, al día siguiente los enfermeros se llevaban los restos del orate perdedor.
El hospital lucía sombrío y aterrador de noche, los locos escribían mensajes perturbadores sobre las paredes del mismo, con trozos de carbón, sangre o restos fecales, escribían atrocidades como: “Mi casa, mi infierno” “Ellos matan cada centímetro de mi” “Violaré tus restos mortales”.

En estas guardias era preferible permanecer la mayor parte del tiempo encerrado bajo llave en mi oficina. Podía escuchar los gritos y carcajadas de los dementes, sus lamentos, sollozos y demás ruidos escalofriantes que no descifraba. Pero esa noche no solo escuché gritos. Sobre mi escritorio había unos documentos y registros de pacientes que estaba revisando, fue entonces que la manija de mi puerta se empezó a mover, primero suavemente, después con más fuerza hasta dar fuertes sacudidas. Me asusté demasiado, pregunté por los enfermeros, sabía que no eran ellos, pensé que un demente quería entrar en mi despacho, empecé a gritar a ese alguien que se alejara. Me acerqué con demasiada prisa a detener el movimiento salvaje de la manija, justo antes de tomarla, cesó.

Estaba helado, no sabía qué hacer, abrir la puerta era demasiado peligroso, había decidido esperar despierto toda la noche, cuando una voz del otro lado de la puerta se dirigió a mí.
-¿Doctor Antonio Fernando Vázquez?- Nadie me hablaba por mi nombre completo.
-… ¿Sí? ¿Quién eres?
-¿Acaso importa? Bastece con saber que soy uno de sus pacientes. He venido a darle un mensaje de su amigo Ángel.- La sangre se me subió a la cabeza cuando oí eso, la piel de la nuca se me erizó. ¿Cómo sabía un loco acerca de alguien del que ni he comentado? El único sabedor de mi difunto amigo era Brener Bahía.

-¡¿Quién es usted?! ¿De qué me está hablando?
-Él está aquí conmigo, dice estar apenado y arrepentido por haberlo metido en esta situación, ni se imagina como está sufriendo. Su único consuelo, es que ahora él está viviendo su propio infierno.
-¡Lárguese! ¿Qué clase de broma es esta?
-¿Doctor?… ¿Le gustaría ver a Ángel por última vez? –Esa propuesta hizo a mi corazón acelerar, ni siquiera el Doctor Bahía sabía de la muerte de Ángel, me quedé mudo, las palabras no salían de mi boca.
-Comprendo Doctor, sé qué le es difícil asimilar lo que escucha, pero no se preocupe, él entiende. Ángel le deja un obsequio para cuando se anime a salir, lo colocaré en el suelo junto a la puerta.
Empecé a llorar en silencio, halaba aire desesperadamente mientras cubría mis ojos con las manos, caía en cuclillas recargándome sobre la puerta, sollozaba el nombre de mi amigo muerto.

Me quedé ahí sentado hasta que amaneció, los primeros rayos de sol alumbraban naturalmente mi oficina, estaba agotado de mi horrible guardia, me levantaba completamente entumido de mi posición, seguía con la espalda pegada sobre la puerta, recordaba las palabras del extraño en la madrugada, “algo” estaría en el suelo del otro lado de la puerta, me decidí y de un solo golpe, me di la vuelta y abrí la puerta.

Enfrente de mí, sobre el piso, había un par de esferas terapéuticas chinas.
Pregunté esa mañana si alguien del personal que hizo guardia conmigo se había dirigido a mi oficina en la madrugada, todos lo negaron. El incidente llegó a los oídos del Doctor Bahía, quien manifestó su asombro ante los hechos acontecidos.
Jamás encontré respuestas a lo que viví, cabe decir también que nunca volví a ver a Diabo, desde esa noche se esfumó de mi vista, no sé si lo asesinaron en esa madrugada o sí fue usado como experimento para las lobotomías de Brener Bahía.

Lo único que me hace drenar lo vivido, y a sobrellevar el infierno que significa para mí trabajar en el Hospital Psiquiátrico de Barbacena, es utilizar las esferas terapéuticas de Ángel.  

















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Leyendas (especial octubre)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora