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La obsesión constante de tenerla con él, de evitar a toda costa que el cerdo asqueroso de su esposo no la tocase más, creía ser el motivador necesario para terminarlo ¿por qué tenía que ser tan cobarde? Bastaba con tomar el dinero de aquella caja fuerte y escapar, huir juntos a donde no les pudieran encontrar, pero no, había de contenerse, por el bien de ambos.
Porque en el mundo de mierda donde se movía de noche cualquiera, quien fuera, podía traicionarle y las cosas resultarían peor, él no podría protegerle, jamás podría protegerle.
Pero Russ olvidaba constantemente lo esencial de la vida, aquel hilo negro que lo ataba a la patética realidad en la que vivía, su realidad. Los pensamientos fantasiosos se escapaban por la ventana abierta una vez se descubría soñador y anhelante, cuando la luz de la luna le hacía recordar la mierda que era él.
Las cosas empeoraban, el alma romántica y rota del maestro de literatura se volvía gris y marchita, ni siquiera la melancolía le funcionaba como motor para plasmar en páginas blancas la belleza de sus pensamientos, los recuerdos de ella.
La última vez que la vio, con las mejillas moradas y los ojos gatunos cerrados ante la inflamación de la piel lechosa corrompida por tintes morados y negros, su alma cantaba una melodía trágica cuyo final todos conocían, la muerte. Acarició su piel, se juraba a sí mismo, ante el nudo en la garganta y la impotencia que le ahorcaban, que lo mejor era brindarle un refugio entre sus propias estrellas, donde pudiera olvidar su tormento y así era. Bajo el techo de aquél departamento, entre el calor de la fogata y el brebaje de chocolate que le preparaba, podía disfrutar de el melifluo que era su risa, misma que aporreaba las malas pasadas fuera de su pequeño y frágil mundo, pero en el fondo de su ser, en ese rincón que llamaba intuición y que solía tapar con una mano para no escucharla, se sentía como la despedida, esa noche sería la última.
Y el miedo de saberse el final de la historia lo hacía helarse cuando por fin se quedó a solas. No podía pensarse sentado ahí, en el estudio, a altas horas de la noche, preparando la clase del día siguiente como su rutina lo dictaba, como si nada se hubiera gritado entre sentimientos y silencios; se resignaba a que la ayuda, su ayuda, jamás llegaría.
Esa tarde la puerta estaba abierta, como cuando ella lo visitaba pero el sentimiento no fue el mismo. Se recordaba eufórico, divertido, ansioso y el reflejo que le brindaba su subconsciente era totalmente distinto, sentía el palpitar del corazón en la garganta, las ganas tremendas de quedarse ahí y jamás entrar, pero si no había sido valiente por ella tenía que serlo para afrontar la consecuencia del silencio en el que había vivido ahogado, cual ebrio sin cura, ignorante de los horrores de la vida.
Y la descubrió, la descubrió muerta, la piel morada y los ojos marchitos; sus propias facciones se desfiguraron con el horror, sintió los ojos húmedos por primera vez en la vida y permitió que el nudo en la garganta hiciera de las suyas, que bajara al fondo de su ser y destrozara la poca vida que quedaba en su pecho, terminando con la agonía que creía sería eterna. Lo único que pudo hacer fue cubrir su boca con el dorso de su mano y permitir el paso al agua salada que esperaba lo ahogara pero que sabía le sería imposible.
En un par de segundos se encontró en la cama, rogando a quien fuera que pudiera escucharlo que la devolviera, vendiendo su alma a la nada por salvar la de ella. El periódico lo contaría después, un mediocre título que daría a conocer a la dama de rojo, aquella mujer que se cortó las muñecas en la cama de un amante drogadicto.
Entonces la sostuvo, la sostuvo tan cerca de su corazón como pudo, arrodillado en las mantas blancas que se unían con el carmín en una broma de mal gusto. Abrazó el cadáver frío, se ensució, se temió y pareciendo el día en que haría muchas cosas por primera vez, se sintió con los cojones que le faltaron para ayudarla. Besó su frente con lentitud, era la despedida, la última vez que la vería en esa vida.
La marcha fúnebre hasta el baño, la bolsa de heroína y aquella jeringa, la camisa blanca entintada con carmín, sus pensamientos mortíferos que nublaban cualquier juicio razonable porque él encontraba la lógica y la justicia en aquello que estaba a punto de hacer.
El químico caliente viajando por su torrente sanguíneo fue el cuchillo que cortó el hilo de oro al que llamaba dolor, su propia vida. Se sentó en el fondo de la tina blanca, con lo que le había jurado que no se intoxicaría jamas pero ¿si le había fallado a ella por qué no fallarse a él? Y se sintió estúpido, tan estúpido y masoquista cuando la culpa llegó. Calentar la cuchara, perforar su vena y empujarse al precipicio en soledad, le devolvió su recuerdo, arrodillada junto a la tina, los ojos azules mirándole con tanta ternura que se sonrió. Las lágrimas le brotaron por inercia, sintiéndose feliz porque las dejaba salir, porque la tenía ahí.
Fue ese el momento que atesoraría para la eternidad, la piel desnuda bajo sus propias manos, las manos suaves que tocaban su rostro, dibujando cual lienzo en blanco, como cuando él la pintaba en la penumbra, el olor a cera, las flamas danzantes de velas aromáticas y ella, sobre todo ella, siempre ella. Cerró los ojos, sucumbió a la alucinación, mientras el gramaje aceleraba su corazón y sin percatarse, se había ido; su sueño se había hecho realidad, huían juntos a un lugar sin dolor, donde pudieran envejecer en la eternidad. Solían decir que pasarían la vida lo más cerca del corazón de Afrodita, donde nadie ni nada los pudiera separar.
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Relatos tristes para un corazón herido.
Short StoryRecopilación de relatos extraídos de actividades narrativas personales en proyecto en Facebook Agrabah;prjct. Te ruego no cometas plagio, te prepares una taza de café y dejes salir esas lagrimas reprimidas mientras lees.