VI. Lujuria.

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Contenerse ya no era opción a esas alturas, tampoco lo era el marcharse de manera arrogante como lo hacía frecuentemente, si no más bien era hacerse responsable de sus actos. La clase privada se había salido de control, la tenía frente a él, con los músculos de la espalda tensos mientras la sostenía por la barbilla y la mano diestra le rodeaba la cintura para mantenerla arriba, con los glúteos pegados a su entrepierna mientras en jadeos ansiosos, que cualquiera fuera de los efectos del éxtasis calificaría como obscenos, rogaba terminara de destrozarla en todo sentido porque su mente no podía contenerla más.

Y la entendía, más de lo que le hubiese gustado admitir. Podía sentirse tan frenético que su propia pelvis le traicionaba. En un ir y venir se frotaba contra ella y el describir el placer en el que se ahogaba, siquiera para digerir la magnitud de su travesura, le resultaba patético. ¿Podía imaginarse el dios del inframundo a merced de sus instintos? Porque aunque la escena, donde el torso del castaño servía como lienzo y sus venas trazos de tinta en un óleo muy realista y la espalda de la estudiante se arqueaba frente a él en un intento desesperado por saciar su dolor, era inapropiada, la humedad en ambas telas no lograba se retractase; pero no le permitió moverse, le apretó con la diestra por la cintura hasta que su espalda descansó en el torso masculino y la cabeza en el hombro, apreció un momento su perfil y los ojos cerrados, ¿por qué mierda olía tan bien? esta vez su mano fue la que lo traicionó, descendiendo por su vientre hasta perderse, como estaba planeado, debajo de la prenda de seda que vestía, porque ambos sabían que pasaría, siempre era así. Días tras día, perdido en el oasis de la lujuria, sudado y bestial, preso de un pecado que disfrutaba de sobremanera cometer.

Entonces su mano la acarició, le acarició con ambos dedos bajo la prenda, besando y mordiendo su cuello mientras de los labios de su frágil musa salían exclamaciones que sabrán los dioses que decía pero eso a él, verla con la boca entreabierta y el gesto arrugado en placer, lo enloquecía.

Cuando ella no pudo más, cuando el líquido dulce salió a través de la prenda como un néctar incontrolable en una primavera fructuosa, se echó hacia en frente, en esa posición donde le ofrecía a la vista el deleite de apreciar su figura y cómo la entregaba en una ofrenda al dios Pan y se desmoronaba en ansias por ser tomada, puesto que sus manos viajaban a los glúteos perfectos para bajar la braga hasta sus rodillas y entonces poder él mirarla en tan frágil situación, tan suya. Sus rodillas yacían sobre el escritorio, su espalda curvada y los senos descansando contra la fría madera mientras las piernas se separaban de un modo casi artístico. Lo que le asombraba era ver su pelvis casi al filo del escritorio.

El cuerpo del masculino, traicionero y esta vez receptivo a todo lo que le pudiese ofrecer, comenzaba a mostrarle que de hecho el placer que ella sentía era una clase de interruptor a un fragmento de lujuria que vivía eternamente en su mente.

Se puso de cuclillas, donde su rostro pudo oler el dulce que emanaba de su ahora expuesto sexo, le contempló un momento en silencio, con esa sonrisa lasciva en los labios; así, ahora fueron sus dedos los que aprisionaron sus glúteos, separándolos. Los labios del chico se cerraron contra el botón rozado de su sexo, la lengua en cambio, le acarició de arriba a abajo y luego de un lado al otro, entonces los jadeos no tardaron en hacer eco dentro del cuarto. Siguió así, sin separarse, mientras los dedos viajeros del dios del inframundo le invadieron, entrando y saliendo mientras su boca hacía la tarea.

Una y otra vez sintió aquél pequeño botón contraerse en contra de su voluntad, mientras ambos se empapaban.

Encuestión de minutos su presa sucumbió ante la locura y en ligeros espasmos, casi gritando, se desmoronó frente a él. Se apartó por fin para observar el filo de la mesa empapando, la piel aterciopelada de la chica sudad y un cuerpo inmóvil, mientras en susurros parecía rezar, tan indefensa.

Cuando él se puso de pie, acción que le devolvió la conciencia, supo que las cosas apenas comenzaban. La tomó de la cadera para alzarla y bajarla del escritorio, le dio la vuelta cuál muñeca delicada, una de porcelana, y de los glúteos le alzó para ser ahora él el que se sentaba en aquél escritorio, con ella sentada en la pelvis al momento de recostarse para volverla a contemplar en toda su gloria. Los senos y los botones de estos a su merced, las caderas traicioneras se frotaban sobre la tela del pantalón y le observaba fuera de sí, sedienta de más.

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