IV. Constantine.

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amén.

"John, John, John" La voz la arrastraba el viento entre las plegarias que bajaban al infierno al demostrarse falsas. El agua quemaba su piel en fuego divino, su corazón se había detenido un momento mientras yacía acostado en el fondo de la tina. El cuerpo pequeño de una niña de siete años le cubría flotando por encima, en el espejo los cánticos que alarmaban al infierno la salida de su hijo pródigo en ponzoña, profanando la tierra santa donde Dios debía habitar.

Constantine.—  Escuchó, el fuego del infierno le quemaba el alma, reclamandola como suya por la vida tan putrefacta a la que se aferra, la disputa divina entre el de arriba y la perdición. Los violines se agitaban por los rezos que proclamaban al dios profano, a Satán. Sólo entonces, cuando el agua hirvió y los alaridos penetraron en la sala, la muerte presente como testigo de la atrocidad, criatura angelical presa de la consagración entre el mundo de abajo y el terrenal, la melodiosa voz le devolvió.

Despierta ya, Constantine.— Gabriel, bastardo de mil caras rayando siempre en la rectitud del señor, fiel ciervo, perro de pelea que no teme atacar. Lo tomaba por los hombros y lo alzaba, su simple tacto bendijo el agua en la que se ahogaba y como si el diablo le escupiera, el corazón le volvía a latir.— No es tu tiempo, Constantine.

No es tu tiempo, no es tu tiempo, no lo es. ¿Cuándo lo sería? Atormentado por su propio destino, el sacrificio de su vida por la paz le arrojaba a las fauces del demonio como el bocadillo más apetitoso de esa mesa de postres que era la vida. Y se alzaba imperioso con la bocanada de la vida, el aire atravesaba sus pulmones y volvía a respirar, sediento de la muerte, sediento del cielo.

Para haberle vendido tu alma a Dios en busca de redención, no está mal. — Bastardo, pensó. — ¿Te encuentras bien?

La piel le humeaba y horrorizado observaba el cuerpo inherte flotando en el agua, del cuello chorreaba la sangre por la piel desprendida con tan pequeños dientes, le había mordido. La madre, horrorizada, se tiraba al suelo en un llanto inconsolable, su vida jamás lo sería.

In nomine Patris...— Bastardo tu, Constantine. — et Filii,— Lo dejaste escapar, claro que lo dejaste escapar. — et Spiritus Sancti.— Lo tenías en tu poder, frente al espejo, tu nombre maldito en sus labios y el suyo en los tuyos, ¿No es gracioso el destino? — Amen.— La perdiste entre tus brazos, se deslizó permisiva a los brazos del señor, tú la dejaste ir.

John, es hora de irnos. — Lo miraba Gabriel, lo miraba con la compasión del mundo en sus ojos, abrazando su alma en la pena que no sentía, permitiéndose perdonarlo por un acto que no le correspondía, ángeles, malditos ángeles.

Nada dijo ¿para qué? Salió del agua, un destierro más para él, el peor. Bajó las escaleras y hundido en el agua que abrazaba su cuerpo, encendió el último cigarrillo de la cajetilla y lo fumó, lo fumó como si fuera el aire que necesitaba para vivir, el soplo divino entrando a su cuerpo. El bastardo era él, siempre él.

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