Día 2

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Todos los años de investigación, el dinero invertido, las noches en vela por fin habían rendido frutos.

Martín estaba tan próximo a cumplir su gran sueño que hasta las manos le temblaban como si acabase de hacer una buena ronda de pesas. No obstante, sus pasos eran confiados y ligeros, como los de cualquier persona que se sabe encaminada a la gloria misma.

Era su tercer día recorriendo caminos poco habitados, pero eso no le preocupaba, en su mochila llevaba todo lo necesario. Además. había recorrido tantas veces esos pasos que, en el último año, prácticamente ya había charlado con todos los pobladores del lugar, ellos conocían su historia. Si bien no todos lo habían apoyado, o si quiera visto con buenos ojos sus objetivos, por lo menos si lo habían respetado.

Durante el último día de viaje procuro avanzar lento, con calma y mesura. Después de todo, era la parte culminante de su camino a la victoria, no quería llegar cansado y sudoroso. Incluso se dio el tiempo de tomar una ducha en un riachuelo que quedaba de paso. Dejó que el agua, ligeramente tibia gracias al Sol, recorriera su piel y lo confortara.

En esos momentos entendió mejor que nunca lo dicho por Heráclito sobre el río, cuando volviese a bañarse en ese discreto y aislado cuerpo acuífero no sería el mismo, así como el río fluye en su causal, el estaba por fluir en su historia personal, de cambiar. Como todo.

Salió del río y tras ataviarse continuó con su camino, era cuestión de minutos para llegar a su destino. Para cuando caía la luz del ocaso, ya podía ver a lo lejos la pequeña casa a la que se dirigía.

Decidió gozar los últimos momentos antes del gran paso, sintió en plenitud el pasto seco crujir bajo sus tenis favoritos, el viento del recién llegado despeinar su cabello, casi tapándole la vista, como si tratara de hacerlo desistir, hasta escuchó el susurrar de los árboles, característicos de aquella recóndita zona de Tabasco, alentarlo a dar media vuelta, pero continuó avanzando.

Se detuvo por un momento al llegar al umbral de la puerta, el crepúsculo estaba en su punto culminante. Hizo una inhalación profunda y luego llamó a la puerta.

Le abrió un hombre mayor, de poco más de setenta años, pero muy bien conservado, en forma como si su cuerpo pidiese a gritos salir del retiro. Gracias a su ardua investigación, sabía que al hombre le alagaba que reconocieran su labor militar, por lo que ya tenía planeado valerse de ello. Le dirigió un saludo estilo militar, con posición incluida a detalle.

–Me dijeron que aquí reside un gran militar retirado que puede influir en si decido o no unirme a las fuerzas– dijo con toda la confianza de que era capaz, aunque en realidad la mano menos visible le seguía temblando.

Sonrió para sus adentros al escuchar al anciano decir «descanse» con una invitación a pasar inmediata.

Lo estuvo escuchando por media hora, fingiendo no saber todo lo que le contaba de su vida. Hubiera continuado para saborear en todo su esplendor el momento, pero tenía que estar en la capital a la mañana siguiente, por lo que tuvo que ir al punto.

—¿Y que me dice de aquella famosa noche de 1968? ¿Es verdad lo que cuentan de su participación? He sabido que ahí empezó el temprano ascenso de su carrera, el verdadero inicio de su historia, si me lo preguntaran— comentó, con su mejor actuación de interés.

El anciano asintió con orgullo antes de hacerle un gesto con la mano, pidiendo una pausa. Martín pudo ver como se dirigió a una vieja cava de vinos, aprovechó ese momento para agarrar de su mochila la maceta que le regalase un albañil de mediana edad hace unos meses, cuando apenas exploraba el lugar. Afianzó con firmeza la herramienta entre sus manos, a sus espaldas y se levantó fingiendo que ayudaría al retirado.

Al llegar a espaldas del hombre, a punto de lograr su cometido, pensó en su padre y cómo siempre le dijo que lo mejor era perdonar el pasado como sujeto, que la historia por sí misma juzgaría. Dudó. Quizá, sólo quizá, no tendría que hacer eso... le daría una pequeña oportunidad al anciano.

—Teniente Coronel ¿Alguna vez se ha arrepentido de lo que les hizo a esos muchachos esa noche? – preguntó, casi rogando recibir un «sí».

—¿Hablas en serio? — inquirió un hombre, que estaba más interesado en seguir buscando su mejor vino para la ocasión —¡Por supuesto que no!— Y comenzó a reír a carcajadas.

Esa molesta y sonora risa le hizo preguntarse a Martin de donde carajo sacó esa inútil esperanza en que el hombre tendría un deje de remordimiento si quiera. Ah, sí, de su padre. En silencio se dirigió al hombre que le diese la vida, diciéndole un triste «lo intenté». Acto seguido blandió la maceta contra la parte mas baja de la columna del hombre, haciéndolo caer y aullar de dolor.

El anciano trató de arrastrarse lejos de su agresor, pero el golpe había sido tan planeado y bien ejecutado que apenas podía moverse. Martín, por su parte, lo veía con gesto de superioridad y satisfacción.

—Esa noche, entre todas las vidas que arruinaste, golpeaste de manera tan brutal a un estudiante que lo dejaste en silla de ruedas para el resto de su vida.— dijo mientras comenzaba a acercarse lentamente al otro —No lo mataste, pero hiciste que el dolor que sentía lo hiciera desear la muerte cada día, aunque él no lo dijera más que en sus diarios. Ese hombre era mi padre.

El hombre se alejaba, a penas pocos centímetros, como podía mientras negaba con la cabeza como demente, lagrimas desesperadas comenzaban a brotar de sus ojos, ni siquiera hablaba o trataba de defenderse. Hasta que, en algún momento antes del paso que puso a Martín frente a él, pareció perder toda esperanza.

Se dejó caer por completo al suelo, no sin un gesto de dolor, para extender los brazos y cerrar los ojos.

—Mátame de una vez. Ya viví la vida de la que privé a tu padre. No me importa.— dijo antes de soltar un suspiro resignado.

Esta vez fue el turno de la carcajada del más joven. El anciano abrió los ojos y lo miró extrañado.

—No voy a matarte. Pero haré que el resto de tus miserables días desees la muerte.— declaró con una sonrisa de oreja a oreja, al tiempo que blandía su maceta contra las piernas del hombre mientras repetía cual mantra «Sin perdón y sin olvido».

Golpeó una y otra vez, lo necesario para daño irreversible pero lo justo para no matarlo. Como un extra no planeado decidió romperle todos los dedos de las manos, una muñeca y clavícula contrarias. Desgraciadamente, con el simple espectáculo de las piernas el retirado se desmayó, por lo que esperaba a que recobrara la conciencia para continuar.

Los gritos de aquel hombre inundaban la noche que comenzaba en aquel aislado poblado de Tabasco, pero a nadie sorprendían, muchos incluso se encontraban festejando que alguien por fin le diera una lección a uno de esos tipos. Todos estaban cansados del «sólo seguimos órdenes>», todos habían sufrido alguna injusticia, todos tenían a alguien a quien llorarle por un militar.

Un poco antes de la media noche, Martín abandonó aquella casucha y se encamino al poblado más cercano, no sin antes enjuagarse en el río, sabiendo que no volvería a encaminarse por esos lares, y reafirmando que ni el río ni él eran los mismos, que en verdad todo cambia.

Fue tirando lo que llevaba a cuestas por el camino, en lugares donde los animales se encargarían de destruir la evidencia, incluso tiró su mochila. A su llegada al poblado, con sólo verlo pasar los habitantes supieron qué hacer. En cuanto una moto partió a llevarlo al aeropuerto, varias personas llamaron a emergencias, diciendo que se escucharon gritos cerca de la casa del militar.

Mientras iba en la moto Martín pasó junto a la ambulancia y la patrulla sin inmutarse. Su única preocupación en ese momento era llegar a la capital del país a visitar la tumba de su padre, que había muerto un año atrás, pero, como una cruda broma del destino, cincuenta años después del mismo día que aquel hombre uniformado le quitó la vida.

Ahora, al fin podría descansar en paz. Y Martín tal vez, sólo tal vez, al fin podría perdonar. Al fin y al cabo, todo cambia.

Día 2 – Huesos rotos.

Goretober 2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora