La prueba: parte 2

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Cuando los abro ha pasado solo un instante, pero me encuentro en otro sitio. Estoy de nuevo en el comedor del instituto, aunque ya no hay gente, las largas mesas están ahora vacías y fuera está nevando. En la mesa que tengo delante hay dos objetos: un trozo de queso y un cuchillo tan largo como mi antebrazo. El cuchillo me llama la atención.

Detrás de mí, una voz de mujer que me recuerda a la de Jeanine, líder de Erudición junto con mi padre, me dice:

-Elige, antes de que sea tarde.

-¿Por qué?

-Elige -repite.

Miro atrás pero no veo a nadie. Me vuelvo hacia la mesa.

-¿Qué tengo que hacer con eso?

-¡Elige! -me grita.

Cuando me grita me rebelo, noto que el miedo desaparece y lo sustituye la tozudez. Frunzo el ceño, me niego a elegir, y me cruzo de brazos.

-Como prefieras -dice ella.

Las mesas desaparecen, desapareciendo con ellas los dos objetos. Oigo el chirrido de una puerta y me giro rápidamente. Entonces, me encuentro cara a cara con un perro de hocico alargado se agacha y comienza a enseñarme sus dientes conforme va avanzando hacia mí. De lo más profundo de su garganta surge un gruñido, y entonces entiendo para que me habría servido el cuchillo, ese cuchillo que tanto me llamó la atención. O el queso. Pero ya es demasiado tarde.

Pienso en correr, pero el perro me alcanzaría en algún momento o acabaría tropezando yo sola mientras corro. No puedo luchar contra él y vencerlo; no sé cómo. Se me acelera el corazón, tengo que decidir que hacer de una vez. Me giro y observo cómo no habían desaparecido todas las mesas; queda una al otro lado del comedor. Si salto sobre ella y la uso como escudo.... No, soy demasiado baja para saltar por encima y no tengo la fuerza suficiente para tirarla y tumbarla.

El perro ladra y casi noto la vibración del sonido en el cráneo. Entonces se me ocurre una cosa, ir a lo que conozco; soy erudita y ese supongo que debe ser uno de mis puntos fuertes, así que pienso en lo que aprendí de mi libro de Biología.

Entonces me acuerdo: mi libro decía que los perros huelen el miedo por una sustancia química que segregan las glándulas humanas en momentos de tensión, la misma sustancia química que segrega la presa de un perro. Oler el miedo los impulsa a atacar. El perro se acerca más, oigo sus uñas arañar el suelo conforme avanza. No puedo correr, no puedo luchar; ¿qué más sé sobre perros?

No debería mirarlo a los ojos, es un signo de agresión. Recuerdo haber pedido uno a mi padre cuando era pequeña, y ahora, mirando al suelo frente a las patas de uno, no recuerdo por qué. Se acerca más, sigue gruñendo. Si mirarlo a los ojos es un signo de agresión, ¿qué sería un signo de sumisión?

Tengo la respiración alterada, aunque firme. Me pongo de rodillas. Lo que menos me apetece en el mundo es tumbarme en el suelo delante del perro (de modo que sus dientes estén a la altura de mi cara), pero no tengo opción, así que estiro las piernas detrás de mí y me apoyo en los codos. El perro se acerca más, cada vez más, hasta que noto su cálido y maloliente aliento en el rostro. Me tiemblan los brazos.

Me ladra en la oreja y aprieto los dientes para no gritar. Entonces, algo rasposo y húmedo me toca la mejilla. El perro deja de gruñir y, cuando levanto la cabeza para mirar, está jadeando: me ha lamido la cara. Frunzo el ceño y me siento sobre los talones, y el perro me pone las patas sobre las rodillas y me lame de nuevo, esta vez la barbilla. Hago una mueca, me limpio la saliva de mi rostro y me río.

-En realidad no eres una bestia asesina, ¿eh?

Me levanto poco a poco para no sobresaltarlo, pero parece un animal distinto al que se me había enfrentado unos segundos antes. Extiendo un brazo con cuidado, por si tengo que retirarlo rápidamente, y el perro me acaricia la mano con la cabeza. De repente me alegro de no haber elegido el cuchillo.

Parpadeo y, cuando abro los ojos, al otro lado del cuarto veo a una niña con un vestido blanco sencillo. La niña extiende los dos brazos y chilla:

-¡Cachorrito!

Mientras corre hacia el perro que tengo al lado, abro la boca para advertirla, pero se demasiado tarde: el perro se vuelve y, en vez de gruñir, ladra y sus músculos se contraen como un muelle, listo para saltar. No me lo pienso, solo reacciono: me lanzo sobre el perro y le rodeo el grueso cuello con los brazos.

Entonces, el perro desaparece al igual que la niña. Estoy sola en la sala de la prueba, que se ha quedado vacía. Me doy la vuelta lentamente y no me veo en los espejos. Abro la puerta para salir al pasillo en busca de alguien, pero no es un pasillo, sino un autobús, y todos los asientos están ocupados.

Me quedo en el pasillo y me agarro a una barra. Cerca de mí hay un hombre sentado leyendo el periódico. No le veo la cara por encima del periódico, aunque sí las manos, que están repletas de cicatrices, como si se las hubiera quemado, y se aferran al papel como si quisiera arrugarlo.

-¿Conoces a este tío? -pregunta, dando unos golpecitos en la portada del periódico; en el titular se lee: "¡Brutal asesino atrapado por fin!".

Me quedo mirando la palabra "asesino". Hace mucho tiempo que no la leía y tampoco la mencionaban en Erudición muy a menudo, pero incluso su forma me aterroriza.

En la fotografía, bajo el titular, se ve a un joven de cara normal con barba. Me da la impresión de que lo conozco, aunque no recuerdo de qué. Mi instinto me dice que no debería contárselo al hombre, por mera precaución.

-¿Y? -insiste, enfadado-. ¿Lo conoces?

Una mala idea, no, una idea nefasta. El corazón me late muy deprisa y me agarro a la barra para que no me tiemblen las manos y no delatarme. No estoy segura de que sucederá si le digo que conozco al hombre, pero no pienso comprobarlo; optaré por mentir. Pruebo a aclararme la garganta y encogerme de hombros.

Me aclaro la garganta.

-¿Lo conoces? -repite.

Me encojo de hombros.

-¿Y?

Me estremezco. Mi miedo es irracional; esto no es más que una prueba de aptitud, no es real.

-No -respondo, como si nada-. No tengo ni idea de quién es.

Se levanta y por fin le veo la cara: lleva gafas de sol oscuras y tuerce la boca como si gruñera. Tiene la mejilla repleta de cicatrices, como las manos. Se inclina sobre mí, cerca de mi cara, y el aliento le huele a tabaco. "No es real -me recuerdo-. No es real."

-Mientes -dice-. ¡Estás mintiendo!

-No.

-Te lo veo en los ojos.

-No puedes, es irracional -respondo, poniéndome más derecha.

-Si lo conoces podrías salvarme -insiste en voz baja-. ¡Podrías salvarme!

-Bueno -respondo, decidida, y entrecierro los ojos-, pues no lo conozco.



Saga Divergente: diferente (PAUSADA Y SUPUESTAMENTE CANCELADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora