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—Tal vez deberíamos ir a ver por qué hacen tanta buya —sugirió Ana a su madre. Desde el comedor le habían llegado ruidos preocupantes, gritos, gemidos, las sillas chocando contra la mesa, los utensilios al caerse y el vidrio fragmentarse.

—Ana, no es posible que yo entienda mejor que tú lo que está pasando allá adentro.

La madre estaba sentada con la espalda pegada al reposabrazos del sofá para quedar de frente a su hija y no perderle de vista. Cada vez era más consciente de que Ana corría un riesgo abismal, y tal vez no solo ella, pero la miserable vida de los demás le importaba entre nada y menos que eso; además, Gris sabía cuidarse sola. Siempre había sido altanera e independiente, no como su melliza que había sido condenada a habitar esta tierra de impíos con la fragilidad de un corazón cobarde.

—Es que... —Ana no dejaba de ver detrás de su madre, hacia la cortina—. No creo, mamá. Es... mucho ruido el que viene de allá.

—Tal vez a tu hermana le gusta rudo y ya.

—¡Pero si recién se conocen!

Su madre rodó los ojos con cansancio.

—Ana no sé si es que eres estúpida de verdad o solo lo aparentas, esos dos se han comido con la mirada frente a nosotros casi que desde que empezó esta pesadilla. Deja a tu hermana tirar en paz y tú no te alejes de mí. Parece que tu hermanastra tiene una fascinación contigo...

Ana se quedó mirando la única luz que les quedaba en toda la casa, hipnotizada. Comprendía que había una conversación a la que tarde o temprano debían dar inicio.

Mientras, pensaba en lo que acababa de decir su madre. Cenicienta sí tenía una fascinación con ella, pero no era algo nuevo. Desde que ella y su melliza llegaron a la mansión, su hermanastra solía jugarle el doble de las bromas que a Gris por sus nervios tan fácilmente alterables.

Y ahí no acababa. Su secreto, por ejemplo, revelaba muchas cosas interesantes que podrían esclarecer un poco el caso, pero, ¿cómo iba a proporcionar esa información sin desvelar aquello que trató de ocultar por tanto tiempo?

Por instinto se rascó la cabeza, apenas tenía mechones de la altura de un dedo, le costaría una eternidad recobrar su frondosa melena.

—Di lo que vas a decir —pidió Ana a su madre. Necesitan salir de eso de una vez.

—No dejo de pensar... Ana, por favor, dime la verdad.

Arrastró su trasero por el mueble hasta quedar pegada al muslo de su hija, entonces le tomó ambas manos y la miró en una súplica por hacerla hablar. Ana sabía que su madre no le haría daño, que la comprendería, y que si resultaban ser ciertos sus temores... no haría nada para perjudicarla.

—Quieres saber por qué Cenicienta me persigue tanto a mí como si fuese la única en la mansión, ¿no?

Su madre solo asintió, no se atrevía a abrir la boca por miedo a que se escucharan los latidos de su desesperado corazón.

—Mamá...

Ana arrancó las manos del agarre de su madre y comenzó a retorcerlas de manera compulsiva, se apretada y pellizcaba con tanta fuerza que manchas violáceas marchaban el lienzo inmaculado de su piel.

El payaso apareció en un flash frente a ella. Vino y se fue con la suficiente velocidad para relacionarlo con una proyección de su imaginación, una ilusión óptica o un incidio de paranoia. Pero su voz no podía confundirse, ni siquiera aunque le susurra desde la espalda y ella no pudiese girarse a comprobar su presencia para no alertar a su madre. Le dijo: "no digas nada".

Con más ganas decidió hablar.

—Mamá... —retomó—. Puede que haya sido yo quien intentara matar a Cenicienta.

El trasero de la madre se despegó solo un poco en un ademán por salir corriendo, desmayarse o reprender a su hija con un ataque físico. No hizo ninguna de esas cosas, por supuesto, se volvió a sentar y se pasó una mano por el rostro atribulado. Parecía estar preguntándose qué había hecho en vidas anteriores para merecer lo que hoy pagaba con creces.

Estaba sudando a chorros y le faltaba la respiración, solo alcanzó a exhalar algo que sonó como a "¿por qué lo hiciste?".

—Cálmate, mamá —Ana le pasó un brazo por la espalda y la atrajo hacia ella—. Dije que puede que haya sido yo, pero si es así... no recuerdo.

La madre no dijo nada, estaba concentrada en llorar, tal era el torrente de sus lágrimas que le mojaba la camisa a Ana, quien la tenía abrazada.

—Te lo voy a explicar todo, mamá. ¿Recuerdas aquella vez que el amigo de Cenicienta se vino a disculpar por lo que nos había hecho en el cabello? —La madre hacía sonar su nariz y se estremecía casi sin respiración, no parecía interesada en el relato—. Yo descubrí... descubrí que no había sido él, no me preguntes cómo, y cuando fui a hablarle a mi hermanastra...

Casa vez se retorcía más la madre entre sus brazos, tenía que apretarla con fuerza para que dejara de forcejear tanto. Lloraba como un bebé y moqueaba también como uno.

—Como te decía, cuando fui a hablar con ella no sé qué pasó. Me quedé dormida y soñé con... —No quiso mencionar al payaso, mejor se guardaba ese detalle para sí—. Tuve un sueño extraño. Y cuando desperté Cenicienta ya no quería ni verme, me huía, me tenía miedo. No volvió a dirigirme ni una palabra en mucho tiempo y eso me preocupaba mucho. ¿Qué recuerdos se fueron en esa laguna? ¿Qué hice en ese lapso de tiempo que olvidé para que ella se comportar así? Cuando volvió a hablarme creí que todo estaba olvidado, que tal vez nunca fue nada preocupante... pero ahora sucede esto y me dio cuenta de que sí, de que ella quiere vengarse y que es capaz de hacer lo que sea para conseguirlo y ahora...

Un sonido estrangulado salió de la garganta de su madre como un animal que es arrojado de gran altura para caer sobre los huesos de alguna bestia gigante y ser atravesado por todos ellos como si de cuchillos se tratara. Justo entonces dejó de moverse.

—¿Mamá?

Ana le tocó verificó el cuello. No había ni rastro de pulsaciones.

—¡Mamá!

Deshizo el abrazo al que estaban aferradas sintiendo como la vela le avisaba que no era eterna y que pronto también la abandonaría. Su madre cayó al suelo y ella se subió a su cuerpo para verla mejor, puede que se hubiese desmayado.

Claro, que Ana sabía que no estaba desmayada, el tinte púrpura en su piel y la anormal apertura de sus ojos desorbitados no podía significar otra cosa que la inevitable: la muerte.

Matar a Cenicienta [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora