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Lloraba mientras sus manos restregaban la sangre del suelo. No sería la primera vez que intentara arrancar mugre de esa extensión fría y plata, pero jamás esa suciedad había pertenecido a las fechorías de un enfermo mental.

Se lo merecía. Su alma estaba tan contaminada como la de la chica que la obligaba desde las sombras a restregar más y más fuerte, hasta que el cloro borrara las huellas de su pecado.

Puede que debiera sentirse aliviada de que su ahijada la librara de las intensiones del carnicero; mas ella comprendía, aunque no quisiera exteriorizarlo, que no había sido salvada, solo se había prolongado su muerte.

Trabajaba con el talón de Cenicienta sobre su espalda. Si quisiera podría levantarse de golpe, su captora quedaría desequilibrada y en el mejor de los casos caería; tendría oportunidad de robar el cuchillo y acabar con su vida en pos de preservar la suya. Pero se conocía bien, con toda seguridad ni un mínimo intento realizaría, tan impregnada por el pavor que la figura de Cenicienta le transmitía tanto como el cadáver que la miraba con una última expresión de sorpresa. Si vivía lo suficiente, jamás conseguiría rito o sustancia para borrarse la marca de esa imagen en su mente.

El pie sobre ella dio un pisotón con tal intensidad que le hizo pegar  la barbilla del piso y morderse la lengua con fuerza y precisión al punto de que estuvo segura de que le había quedado herida de gravedad.

Escupió y dejó un charco de sangre nuevo en el piso que tuvo que volver a restregar entre sollozos.

Es curioso que prefiriera morir antes de continuar con esa humillación pero que la sola idea de ser asesinada manipulaba su cuerpo por ella. Ya no era dueña de sus acciones, apenas le quedaba dominio sobre sus pensamientos.

Por ejemplo, ella sabía que, pudiendo elegir, estrangularía al peluche. Un traidor de los peores que existían, ni siquiera se había dignado a hablarle, a darle una explicación. Quizá no hiciera falta tanto, pero al menos una burla. Quería que el maldito se riera de cómo su fechoría se había volteado contra ella, de cómo queriendo derribar los cimientos de la cordura de lo que era una pequeña inocente había firmado el pacto por su propia alma. Sí, quería que se riera de ella. ¿Por qué no se estaba riendo?

—¡Ríete!

En ese instante fue levantada por obra de un tirón en su cabello áspero, sentía como sus rodillas desnudas patinaban en la pegostosa humedad que todavía no limpiaba.

—Cállate —espetó en su cara con los dientes apretados una voz que no era la de Cenicienta.

Sintió su corazón descontrolarse, temía a su ahijada pero aquello la pasmaba de verdadero horror. Recién caía en cuenta que su propia mente intuyó con quién estaba porque era a la chica a la que había estado esperando, más su captor nunca habló cuando con manipulación física la obligó a limpiar la evidencia del suelo.

Aunque tenía los ojos entornados no le fue difícil sentir en todo su esplendor la escalofriante puñalada de odio que le lanzaba la mirada de aquel chico: Gustavo.

Matar a Cenicienta [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora