Epílogo

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Ese día el sol brillaba y los árboles tenían las hojas pintadas de verde, se escuchaba el canto de las cigarras y los más pequeños disfrutaban un helado refugiándose en la fresca sombra de los árboles del parque.

Andaba tranquilamente por las calles de aquel vecindario de casas grandes y de aspecto elegante. No era común el tránsito vehicular por lo que sólo escuchaba el trinar de los pájaros y el viento revolviendo las copas de los árboles. A medida que se acercaba comenzó a preguntarse sobre si su cabello se veía bien, si su camisa estaba bien, si no había sudado demasiado –a pesar de estar en pleno verano–. «Debí de haberme puesto otros zapatos, seguramente me veo fatal» pensó preocupado. Vio las enredaderas que trepaban por los muros blancos y los rosales en el jardín, respiró profundo para tranquilizarse y tocó el timbre. Un hombre de cabellera castaña abrió la puerta principal con una gran sonrisa en el rostro al ver al joven de camisa blanca y melena despeinada.

—¡Masahiro, qué gusto me da verte! —exclamó.

—Lo mismo digo, señor Auclair —respondió con sonrisa tímida.

La reja se abrió, dejándolo pasar.

Los muebles habían cambiado y ahora colgaban algunas pinturas que daban color a la casa. El blanco de los muros daba una apariencia más limpia y amplia, y contrastaba bien con los gabinetes oscuros de la cocina. No había visto el interior de aquella casa desde que la familia de su amiga cambió de vecindario. Ya no vivían cerca, pero asistían a la misma escuela por lo que seguían siendo tan cercanos como siempre, algunos dirían que más, pero los rumores de su relación quedaban en eso, rumores que comenzaban las chicas de la clase. Pero, aunque le costó admitirlo cuando su hermana le preguntó, esperaba que los rumores fueran ciertos; sentía algo por Miharu desde que eran niños y eso fue creciendo con el paso de los años, y bien pudo haber sido sincero con ella el tiempo que se mudó a Boston, pero, al final, esas cartas terminaron guardadas debajo de su cama. No tenía el valor para destruirlas.

—Le avisaré a Miharu que estás aquí —dijo James, entregándole un vaso de agua.

Respiró profundo una vez más. Debía relajarse.

«Vamos, hombre –pensó–, estás aquí porque decidiste que hoy le dirías. No es momento de ponerse nerviosos.»

La puerta del jardín se abrió. Un hombre alto, que vestía un par de vaqueros viejos y botas industriales, entró directamente a la cocina para tomar un trozo de pay, y notando de reojo la presencia del joven al dirigirse a las escaleras. Su sonrisa dejó ver el blanco de sus dientes y pequeñas arrugas.

—¡Ah, Masahiro! Qué bueno verte —dijo amablemente—. ¿Vienes por Miharu, cierto?

—Sí señor —respondió, enderezándose. Blake se acercó, tomando asiento en el sofá de junto.

—No estés tan serio, sabes que somos como una familia —dijo con una sonrisa. Los músculos de Masahiro se relajaron—. Irán a la feria, ¿no es así?

—Sí, allá nos encontraremos con mi hermana y unos compañeros de clase.

—¿Te doy un consejo? —Masahiro asintió— Déjala ganar en el juego de los aros, es su favorito. Y no la dejes comer mucho algodón de azúcar.

Unas rápidas pisadas se escucharon, en el descanso de la escalera estaba una hermosa chica de cabello castaño y vestido azul, su sonrisa creció al ver al joven y sus mejillas se tiñeron de rojo.

—¡Masahiro! —exclamó, bajando los escalones de un brinco— ¿Esperaste mucho?

—No te preocupes, acabo de llegar —respondió suavemente.

—Muy bien, chicos, sé que se conocen de hace tiempo, pero hay algunas reglas —dijo James, cruzándose de brazos—. Deben estar de regreso a las ocho de la noche, no caminen por zonas peligrosas y nada de tomar bebidas alcohólicas, ¿De acuerdo?

el chico de ojos verdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora