Las primeras gotas que impactaron sobre el vidrio me sacaron de mis pensamientos. Hacia una hora que estaba sentada junto a la ventana. La chimenea estaba prendida pues, aunque nos encontramos a finales de mayo, el frío aún perduraba. Con la lluvia, aún más. No podía realizar mis tareas con normalidad, la inquietud invadía mi cuerpo.
Estaba segura a que se debía del inminente acontecimiento, pero intentaba apartar esa idea de mi mente. No obstante, hacía más de una hora que me encontraba sentada junto a la ventana, no haciendo nada más que pensar y mirar el camino.
Mi cuñada y sus hijas venían a vivir con nosotros debido a la muerte de su esposo en la batalla que dio por finalizada el levantamiento jacobita. Me emocionaba volver a verla. Hacía meses que no nos veíamos, pero no hablábamos (en persona) hacía más; aunque nos mandábamos alguna que otra carta, no teníamos la misma complicidad que en persona, cuando nuestros esposos no estaban merodeando por los alrededores. Ahora, ella había enviudado.
Aparté esa idea de mi cabeza. No debía pensar en esas cosas. Ella debía estar devastada. Pero sentí cómo todo desaparecía en cuanto observé el carruaje aparecer al final del camino. Ella al fin había llegado.
Me levanté de mi asiento con tanta brusquedad que sentí un revuelco en el estómago. Malditos nervios; debía contenerme, sino su estancia allí me resultaría imposible de sobrellevar.
Interrumpí el juego de mi hijo para tomarlo en brazos y salí de la instancia. Me encontré con una criada, encaminada hacía donde me encontraba, para comunicarme la llegada de mi cuñada. Asentí con la cabeza y le dije que se dispongan a prepararlo todo.
Al pie de las escaleras me encontré a mi marido, esperándome para darle la bienvenida a su hermana. Sentía mi corazón retumbar con fuerza bajo mi pecho. Creí que en cualquier momento, mi corsé se desataría por la presión que éste ejercía.
Nuestro mayordomo nos abrió la puerta principal para salir al exterior. Ya había algunos sirvientes, esperando la llegada de nuestra visita por tiempo indeterminado. Suponía que, entre ellos, era un tema de conversación; Elizabeth se había criado ahí y no hacía muchos años que se había mudado. Muchos de los criados la conocían, pero no a sus hijas.
Observé el coche rodear la fuente de la entrada y estacionarse a unos metros de nosotros. Uno de los cocheros bajó de un salto con un banquito bajo el brazo para posicionarlo al pie de la puerta del vehículo. Tras eso, abrió la puerta.
Elizabeth asomó la cabeza y aceptó la mano del hombre. Su cabellera dorada, recogida en lo alto de su cabeza brillaba a la luz del sol y estaba impecable. Siempre perfecta, pensé. Nadie pensaría que había estado una semana en viaje desde Londres.
Al poner ambos pies sobre el suelo, dio media vuelta para tomar algo del interior. Cuando volvió la vista al frente, pude contemplar a su pequeña hija, Charlotte, entre sus brazos. Aún no habíamos tenido la posibilidad de conocer a nuestra nueva sobrina, había nacido a principios de noviembre y para entonces el país ya estaba en guerra contra los escoceses. Aunque nos encontrábamos lejos del campo de batalla, no era recomendable viajar, menos un viaje tan largo.
La pequeña niña se revolvió en los brazos de su madre. Sus escasos cabellos eran de un rubio tan claro que se podía apreciar el cuero cabelludo. Sus mofletes eran rosados y regordetes, lo que hacía acentuar aún más los ojos verdes como la esmeralda que había heredado de su padre.
Su padre. Se me estrujó el corazón al pensar que aquella niña nunca había conocido a su padre. Charles había partido a Edimburgo en agosto. Como York le quedaba de camino, decidió hacerle una visita a su cuñado. Tan sólo se había quedado un día y dos noches antes de volver a partir, para no regresar jamás.
Había sobrevivido a todas las batallas. Recordaba haber recibido una carta de Elizabeth diciendo que Charles le había informado que posiblemente, en la siguiente batalla, los ingleses ganarían. Así fue. La batalla la ganaron los ingleses. Tan sólo habían muerto 52 soldados ingleses. Entre ellos, Charles.
No obstante, en el rostro de Elizabeth se dibujó una amplia sonrisa en cuanto nos observó. Volvió a girar hacia el coche, donde le extendió la mano a su hija, la cual bajó de un salto. La mayor, bajó detrás de la anterior, más rígida y seria.
Anabella tenía tres años. La habíamos visto por última vez el año anterior, cuando habían venido de visita. Siempre había sido muy risueña. Era la única de las tres hermanas que tenía el cabello negro como su padre, era lacio hasta las puntas donde se hacían pequeños tirabuzones. Pero los suyos siempre estaban despeinados porque se la pasaba corriendo de un lado para el otro.
Mientras que Lizzie, de cinco años, era mucho más madura para su edad. En una carta, Elizabeth nos había señalado que la niña le había exigido empezar clases de piano, francés y matemáticas. Sobre todo piano, había hecho hincapié. Y, a tan sólo un año de comenzar las clases, tocaba el piano con total maestría y podía hablar francés con facilidad. La niña tenía más conocimiento que yo a los diez años.
Las tres caminaron unos pasos hacia nosotros e hicieron una pequeña reverencia. Nosotros las imitamos.
Mi esposo alargó ambos brazos hacia su hermana, y ella fue hacia él.
—Hermana —William le dio un beso en cada mejilla y le dio otro en la frente a la pequeña Charlotte. —, ¿reconoces a Willie?
Elizabeth se giró hacia mí y nos miramos a los ojos por primera vez. Estábamos tan cerca que sentí como el calor invadía mi rostro. Intenté distraerme con otra cosa y miré hacia mi hijo.
—¡Qué enorme está!
Lo cierto era que no nos veíamos desde que Willie tenía dos meses y vinieron de visita para conocerlo. Eso había sido hace año y medio. Por diferentes motivos, ninguna de las dos familias había podido visitar a la otra, por lo que, ahora, Willie, era ya todo un señorito erguido: sus mofletes de bebé ya habían desaparecido, su cabello castaño era más espeso y sus grandes ojos se habían oscurecido hasta el marrón. El niño era un calco mío. Su padre (al igual que Elizabeth), era rubio y sus ojos eran azules como el cielo.
Le dediqué una mirada y ella me la devolvió. Su sonrisa era igual que siempre.
Elizabeth se acercó a mí con torpeza, por ambos bebés, e intercambiamos un saludo amistoso.
Pude sentir el calor que desprendía de su rostro, más elevado de lo que hubiera esperado debido a que el mío lo sentía hirviendo. Nuestros corsés se rosaron, eso hizo que sintiera una corriente eléctrica por todo lo largo de mi espalda.
—Niñas —exclamó luego de alejarse de mí.—, vengan a saludar a sus tíos.
Anabella corrió hacia nosotros dando saltitos, tomó los extremos de su vestido y nos dedicó una torpe reverencia. Lizzie, en cambio, se acercó con elegancia e imitó el gesto de su hermana, pero con mucha mayor soltura.
—¿Qué tal si vamos dentro? —Señaló William.—, Mary las llevará a sus habitaciones.
Mary, si bien era nueva en nuestra hacienda, se desenvolvía con habilidad en las tareas que se le asignaba. Había ganado favoritismo con rapidez y le había encargado de Elizabeth y de mis tres sobrinas. La criada era de menor tamaño de lo usual, no la noté hasta que tomó la mano de Lizzie y Anabella y las introdujo dentro de la casa. Elizabeth entró tras ella, y William y yo las seguimos.
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Hola!
Este es un relato que tuve que hacer para mi facultad y me pareció buena idea subirlo por separado y no en donde estoy subiendo todos mis relatos. Ya que, bueno, es más largo.
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Lady Shepard
Romance*COMPLETA* Katherine Bennett vivió la mayor parte de su vida con los Shepard, en York, Inglaterra. Al poco tiempo, desarrolló una muy buena relación con Elizabeth Shepard que quizás no sea sólo amistosa. Pero Elizabeth debe cumplir su obligación y c...