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Estúpido Richie.

Estúpida su sonrisa, estúpidos sus rizos oscuros y estúpidos sus enormes ojos aumentados por los cristales de sus estúpidas gafas.

Eddie se detiene cuando le comienzan a doler las rodillas. No sabe por cuánto tiempo ha pedaleado sin parar, huyendo de Richie y sus propios sentimientos, pero ha debido ser bastante porque está cerca del Aladdin.

"Uno de los sitios preferidos de Richie", piensa, y tan rápido como el pensamiento acude a su mente, lo niega.

Siente los ojos llorosos y un hormigueo en la punta de los dedos que no lo ha abandonado desde que dejó a Richie solo en el puente de los besos. Está asustado, porque sabe que está mal, sabe lo que piensa su madre acerca de los chicos que quieren a otros chicos. Se volvería loca si supiera que él es como ellos, lo llevaría a mil consultas para curarle o algo peor: lo encerraría de por vida y jamás volvería a ver a sus amigos. Jamás volvería a ver a Richie.

Y a pesar de todo eso, de todos los inconvenientes de los que es consciente, a veces desea abandonar la lucha y dejarse llevar.

¿Por qué no puede dejar de pensar en él? ¿Por qué anhela probar sus labios? ¿Por qué?

Desde hace varios días sólo puede evocar, una y otra vez, el rostro de Richie a escasos centímetros del suyo. En aquel instante poco le importó que la hamaca se rompiera, que ambos cayeran al suelo o que acabara cubierto de polvo. Por un segundo, lo único que pensó fue en esa cercanía y en que se moría de ganas de que Richie lo besara.

Y los días posteriores solo han conseguido que aumenten sus ansias de tomarlo de las mejillas y hacerlo callar sellando sus labios.

Como esa ocasión en la cafetería, cuando Richie metió la mano en su plato y sus rodillas se rozaron sin querer. No le importó que hiciera uno de sus típicos comentarios obscenos sobre su madre. Estaba demasiado enfocado en tratar de calmar el ritmo de sus latidos y en ocultar su evidente sonrojo.

O aún peor, esa otra en la que lo abrazó por detrás recién salido de la ducha, pegando su torso desnudo a su espalda también desnuda. Simplemente se quedó paralizado, mil pensamientos poco inocentes surcaron su mente y desde entonces no piensa en otra cosa cuando está bajo la ducha.

Siente que va a estallar con tantas emociones en tan poco tiempo. Pasa horas caminando sin rumbo por las calles de Derry, pensando en qué hacer con todos esos sentimientos. Cuando llega a casa, tiene que hacer un esfuerzo titánico para mirar a su madre y fingir que todo está bien.

Pero en la soledad de su habitación, en la oscuridad, es imposible poner freno a los sueños más ocultos.

Al día siguiente el calor es sofocante, señal de que se acerca el verano, y el Club de los Perdedores se reúne al completo en los Barrens.

El tema de conversación no puede ser otro que el esperado baile de graduación.

—Yo he invitado a Lisa —dice Mike, atrapando la pelota de tenis al vuelo—. Es una chica que ayuda en la biblioteca los fines de semana, como yo. Estoy deseando que la conozcáis. La he hablado de vosotros.

—Espero que hayas dicho cosas buenas, sobre todo de mí. —Richie imita una voz coqueta y pestañea, haciendo reír a Mike.

—Por supuesto —contesta, lanzando la pelota a Stan.

Y nadie lo nota, pero la sonrisa que Eddie se esfuerza en contener gana la batalla durante una milésima de segundo.

—Yo paso de invitar a alguien —dice Stan, y le pasa la pelota a Bill.

—Yo ta-también. Pero po-podemos ir i-igual. Richie, E-Eddie, tú y yo.

—Chicos —interviene Beverly, recibiendo la pelota de parte de Bill—, aunque algunos tengamos pareja para it, podemos pasar el rato todos juntos.

Winning losersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora